Proseguimos aquí con la tercera y última parte de este ensayo, dedicado a las raíces del materialismo. En próximas entradas, hablaremos de la trascendencia de éste mórbido paradigma.
Estos planteamientos materialistas, junto a la idea de que el alma humana es completamente maleable, la hallamos en Herbert Spencer, para quien el aprendizaje se reduce al ajuste o adaptación continua del organismo al ambiente. A partir de Spencer, se presupone que la conducta sirve a las funciones de adaptación, ajuste y supervivencia del más apto. Y, poco a poco, la mente empieza a ser concebida como un epifenómeno del cerebro, cuya función es la de permitir la adaptación del individuo al ambiente (funcionalismo americano). Estos planteamientos confluyen en la Psicología conductista o reflexología, iniciada por Sechenov y continuada por Pavlov, según la cual la actividad psicológica se reduce a la ecuación estímulo-respuesta. Por supuesto que, bajo este paradigma, subyace la idea de que al hombre se le puede lavar el cerebro, para que las clases dirigentes manipulen a las masas a su antojo.
El empresario Robert Owen (1771-1858), en sus fábricas de algodón de New Lanark, de Escocia, y, posteriormente, en New Harmony, en Indiana, conjugando las ideas de Descartes, con el empirismo de Locke, implantó su fallido programa en una comunidad tecnológicamente organizada. Aunque Owen tenía buena intención, mirando por la felicidad de sus empleados, y no sólo por el beneficio económico que éstos le reportaban, el paradigma materialista y mecanicista en el que se movía y la idea de que el hombre es una tabula rasa, terminan por conducir a la deshumanización del individuo. Estos presupuestos, desde los que partía Owen, son el origen de una sociedad cada vez más alienada, en la que los seres humanos son concebidos como máquinas carentes de alma, que pueden ser manipulados según el capricho de las nuevas clases dirigentes. Por lo tanto, las masas, ahora, en lugar de ser guiadas o dirigidas por los representantes de la autoridad espiritual, las clases sacerdotales, lo son por sus dirigentes políticos, por sus jefes o directivos empresariales, es decir, por aquellos que representan el poder temporal.
Valiéndose de la propaganda, el nuevo mundo de las imágenes se podría controlar científicamente (o sea, utilizando los conocimientos científicos), tal y como defendía Louis de Saint-Just (1776-1794), con el fin de manipular a las masas, según conviniese a las clases dirigentes del nuevo Sistema. La película Matrix representa con gran elocuencia este Sistema materialista: Matrix.
Semejante panorama fue vislumbrado por el poeta místico William Blake (1767-1794), que escribe:
“Vuelvo los ojos a las Escuelas y Universidades de Europa y, allí, contemplo el Telar de Locke, cuya horrenda conjura brama, arrastrada por las ruedas de molino de Newton: negra la tela entrelazada en profundos pliegues sobre todas las naciones: veo crueles mecanismos de numerosas ruedas, rueda contra rueda, con tiránicos dientes que se mueven compulsivamente unas a otras.”
Pero, si esto es así, ¿dónde ha ido a parar Dios? Dios, como podrá imaginarse el lector, desaparece de la escena sólo en apariencia. En realidad, el Espíritu Divino, el Deus absconditus escolástico, ha ingresado en el ámbito de la Materia. El Nous griego se ha precipitado al interior de la Physis. Y, así, el Gran Misterio, en un tiempo hallado en el seno del alma humana, se busca ahora en las mismas entrañas de la Materia. Ya no es la chispa divina, en la matriz del alma del hombre, lo que busca el científico. Antes bien, es en el núcleo del átomo, en el código genético, en el cerebro humano, en el caldo primigenio, o en el Big Bang y el Big Crunch, donde cree encontrar la Verdad. Y, la idea de la “Gran Cadena del Ser” o Scala naturae aristotélica, según la cual existía una evolución espiritual que hacía al hombre aproximarse a la experiencia divina y, por consiguiente, perfeccionarse espiritualmente, tal como sostenían los místicos cristianos, v. gr., ha dado paso a la evolución material de las especies, cuyos mecanismos básicos son la variación casual y la victoria fortuita del más apto, en la lucha por la supervivencia. Una versión atenuada del materialismo defendido por el marqués de Sade.
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