Puesto porJCP on Aug 17, 2013 in Arte
En el año 1907 Picasso tenía 25 años. Había creado ya obras de gran belleza en las huellas de Manet y Toulouse Lautrec. El monocromatismo de sus jóvenes producciones en azul y rosa escondía el problema que entonces suponía para Picasso sustituir la perspectiva lineal con una armónica gama de colores vibrantes o luminosos que diera forma estable a la composición, como habían hechos los fundadores del impresionismo.
Pero su talento para el dibujo era comparable al de los grandes maestros. En aquel momento crucial de la pintura, el liderazgo de los pintores que representaban en París el modernismo (Derain, Braque, Marquet, Rouault, Vlamink, Dufy, Van Donguen, Leger, etcétera) había sido conquistado por el inteligente Matisse con un retorno a las enseñanzas de Cézanne.
Más ingenioso y ambicioso que genial, Picasso quiso ser reconocido por sus colegas y amigos, en el verano de 1907, como el maestro único de la vanguardia pictórica. Reunió al selecto grupo de pintores cuyo criterio le importaba, junto con el matrimonio de los Stein que le financiaba el alquiler del estudio en el Bateau Lavoir, el galerista alemán que había presentido la potencia del artista y el poeta Apollinaire que lo trataba y lo presentaba como un genio, para mostrarles en privado su primera gran composición. Una tela al óleo de casi dos metros y medio de altura y anchura, preparada con centenares de dibujos y bocetos: «Las señoritas de Aviñón».
La opinión de aquellos modernistas fue unánime. «Burla del arte moderno» (Matisse), «Picasso se ha ahorcado detrás de la tela» (Derain), «nos quiere dar a beber queroseno» (Braque), «cuarta dimensión, horrible revoltijo» (Stein), «mejor que se dedique a la caricatura» (Fénéon). Quiso ser el pintor de «La obra maestra desconocida» de Balzac y dio ocasión al hazmereír de sus amigos y colegas. Harto y furioso, Picasso escondió la tela y le dijo a Matisse: «Yo domino el dibujo y busco el color, tú dominas el color y buscas el dibujo». Juicio injusto para el dibujante de las cinco figuras enlazadas con movimiento rítmico en «La danza», de 1909.
Nada importa, para cambiar el juicio estético inicial, que muchos años después, en plena gloria mundana de Picasso, la crítica viera en «Las señoritas de Aviñón» la primera fuente del cubismo, contra la evidencia de que la geometría dominante no es cúbica, sino triangular, y de que aquel estilo fue iniciado en su versión analítica por Braque y en su versión sintética por Juan Gris. Y nada significa la ignorante idiotez de ver en esa tela la mayor innovación artística desde Giotto (Malraux y Richardson).
El análisis pictórico de esta obra, sin diagonales ni verticales que ordenen el movimiento, muestra el fracaso de la composición, su inarmonía. Los negros, blancos y azules del fondo no dan perspectiva unificada a las rosadas figuras planas. El equilibrio faraónico de la mujer a la izquierda no encuentra «pendant» en el rostro de máscara africana ni en la gesticulación de la que está de pie a la derecha. La prostituta sentada de espaldas con los muslos abiertos y el rostro de frente, rompe la verticalidad dominante en las demás y en la naturaleza muerta, sin que el sombreado de su nariz supere la impresión de un cepillo saliendo del entrecejo. La mujer de tristeza resignada, a la derecha de la figura central, se cae de modo impasible. La mirada de dureza y voluntad de dominio en la quinta prostituta rechaza la indiferencia con que la obra expresa la prostitución.
A pesar de que Picasso ha sido el pintor de mayor influencia en el arte del siglo XX, la pintura de «Las señoritas de Aviñón», por carecer de reglas objetivas para el oficio y de emoción expresionista de la prostitución, supuso un retroceso respecto de Gauguin y Toulouse Lautrec, sin que pueda considerarse antecedente del cubismo ni una obra maestra. Mi juicio estético sobre esta célebre pintura sigue siendo, pese a la propaganda contraria, el mismo que el de Matisse y Braque.
AGT