(Una colaboración de Luis Vinatea para Historias Acuícolas)Ilustración: The shirmpman Susón Aguilera
Los langostinos de cultivo son acechados por gran cantidad de patógenos. Los hay microscópicos, como los virus y las bacterias; también los hay macroscópicos, como los ectoparásitos. Pero los endoparásitos, esos indeseables que viven dentro de los organismos, a pesar de ser relativamente grandes, la mayoría de los cristianos comunes y corrientes no seriamos capaces de distinguirlos a simple vista.A veces los langostinos emergen con una magnífica cabellera en el dorso del cefalotórax (la cabeza), que no es otra cosa que una infestación de protozoarios epicomensales, de esos que, cuando encuentran una superficie viva para alimentarse, adoptan la forma de un espectacular bosque tropical. Otras veces los langostinos se vuelven albinos, más blancos que la mismísima leche, fenómeno que ocurre cuando son acometidos por microsporídios, otro protozoario truhan. Y por hablar de protozoarios, no podíamos dejar de mencionar a la terrible gregarina, un parásito intestinal parecido a un gusano que infesta a los langostinos cuando estos todavía son bebés. La presencia de este parásito en la barriga del animalito sería lo mismo que una serpiente revoloteando por el intestino de un desdichado ser humano. Lo peor es que este parásito nunca está solo, casi siempre viene acompañado por decenas de compinches.
Y son justamente las gregarinas las protagonistas de la presente historia. Hace ya más de 20 años, en el laboratorio de producción de semillas de langostinos de la Universidad Federal de Santa Catarina (Florianópolis, Brasil), quien escribe trabajaba como miembro de un equipo de producción de larvas de Penaeus paulensis, nativo del Atlántico sudamericano, crustáceo muy apreciado por la culinaria local. Fue en esa época que los langostinos en cuestión fueron atacados por un ejército de gregarinas, haciendo que la producción mensual de veinte millones de larvas cayese a casi cero en apenas un mes. Como responsable del sector de producción de larvas, y para que mi papel de biólogo no quedase mancillado (el orgullo, vamos), tomé la decisión de enfrentar al toro por los cuernos. Me explico: por ser la gregarina un protozoario parásito y, sobre todo, por no haber ningún tratamiento reportado en la literatura especializada, se tuvo que comenzar desde cero; es decir, someter el parásito a varias drogas a fin de medir la eficacia y el grado de toxicidad de las mismas en los animales a ser tratados.
Después de ojear varios libros de Farmacología Humana llegué a una lista de diez posibles drogas con eficacia comprobada contra protozoarios parásitos. Para mi sorpresa, seis de ellas eran indicadas para el tratamiento de enfermedades venéreas y cuatro para parásitos en general. Muy entusiasmado por el descubrimiento, le pedí a mi jefe de aquel entonces, a quien llamaremos profesor A, que se fuese volando a la farmacia más cercana y comprase varias cajas de los medicamentos escogidos (en aquella época las farmacias brasileñas no exigían de sus feligreses receta para el expendio de remedios). El profesor A cogió su coche a regañadientes; hubiese preferido quedarse en su despacho esa mañana, estaba con un ataque de gastritis, una dolencia que padecía desde hacía años. El malestar se le notaba en el rostro y en su postura alicaída, como la de alguien que debería estar en cama sí o sí.
—Buenos días.—Buenos días. ¿Cómo le puedo ayudar?—Necesito estos medicamentos —el profesor A mostró la lista—. Me llevaré cinco cajas de cada uno.
El farmacéutico, un señor otoñal y de aspecto solemne, se retiró a los fondos del establecimiento diciendo que en un momento regresaba. Al cabo de unos minutos volvió acompañado por el doctor Z, el médico itinerante de la comarca, que por casualidad se encontraba en la farmacia realizando una auditoría.
—¿Todos estos remedios son para usted?— preguntó el galeno, visiblemente asombrado.
El profesor A cambió de color. No lograba imaginar lo que deberían de estar pensando los dos hombres ante su semblante descompuesto por la gastritis y la menuda lista de remedios.
—Son para unos langostinos enfermos—explicó.
—Ya. Pero ¿no sería mejor que se fuese a un hospital? —propuso el médico—. Si quiere llamamos a la ambulancia.
Al cabo de una hora, y después de varias explicaciones que seguramente el farmacéutico ni el doctor Z creyeron, el profesor A salió de la farmacia visiblemente devaluado, pero, al fin y al cabo, con los benditos remedios en manos.
El final feliz de esta historia es que, entre los medicamentos probados, la Espiramicina, antibiótico indicado para el combate de la Chlamydia trachomatis (bacteria causante del linfogranuloma venéreo en humanos), fue eficaz contra las gregarinas y, lo mejor de todo, no resultó tóxico para los langostinos bebés. Pero no solo de finales felices se componen las historias acuícolas, también los hay infelices. Para el caso de la presente, lo infeliz fue que ninguna revista científica quiso publicar nuestro artículo "La espiramicina, antibiótico macrólido usado para el combate de la toxoplasmosis congénita y el linfogranuloma venéreo de humanos, es eficaz en el tratamiento de larvas de Penaeus paulensis (Decápoda) infectadas con Gregarina sp. (Conoidacida)". Nunca supimos si el artículo fue rechazado por lo estrambótico de su título o porque, simplemente, la espiramicina no gozaba de la aprobación de la FDA americana.
Epílogo: No hubo necesidad de usar la espiramicina para tratar a las larvas porque alguien descubrió que, desinfectando los tanques y todos los utensilios de trabajo con alcohol etílico, las esporas de este protozoario eran eliminadas de raíz. El profesor A llegó a curarse de la gastritis, pero juró nunca más volver a poner los pies en aquella farmacia, recalcando que la próxima vez debería ser otro el encargado de hacer semejante tipo de compras.
El autorLuis Vinatea llegó un día y me dejó un libro sobre la mesa. Una novela negra ganadora del prestigioso premio “Medellín Negro” con el título “Aves hambrientas” y… era suya.Yo, como muestra de inmenso agradecimiento, le regalé una camiseta y medio abochornado le dije con voz de falsete -Tal vez podrías escribir una historia y colaborar en este blog- . No dijo que no, creo que hasta dijo que le gustaría.En un fin de semana devoré su novela, técnicamente perfecta, emocionalmente golpeadora y de una profundidad sociológica que me hizo sentir como “hijo de un dios menor literario”.-Luis, continué insistiendo, de bien seguro que algo tienes en la recámara de tus muchas vivencias que, tal vez…Aquí está. Este brasileño de sangre peruana, profesor universitario en el Centro de Ciencias Agraria de la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil), nos muestra lo humanas que son las ciencias biológicas y nos demuestra por qué nos enamoramos de lo que hacemos.Gracias por seguirnos. Disfruta y comparte