Durante casi doce meses el escritor JuanP Holguera se cita en una cafetería de la Gran Vía madrileña con uno de los músicos más importantes del panorama español , el siempre cercano Pancho Varona, guitarrista y mucho más que la mano derecha del cantautor Joaquín Sabina.
Panchito le cuenta sobre sus gustos, sus influencias y las peripecias que ha vivido en sus más de treinta años de carrera musical como guitarrista, compositor y productor de artistas de la talla de Christina Rosenvinge, Ana Belén, Luz Casal, Estopa, entre otros.
El resultado de estas conversaciones se traduce en “Mas de cien verdades”, una hermosa edición de tapa dura de Léeme Libros, con marcapáginas y número de ejemplar impreso (el mío es el 0784). En sus 47575 palabras, Varona comparte anécdotas, reseña los discos que escuchó en sus primeros años y hace interesantes apuntes sobre sus cinco (o diez) mejores grupos de la historia, brindándoles sendos capítulos a clásicos que incluyen a los Beatles, King Crimson, Pink Floyd y The Police.
La cubierta del libro es una adaptación de la mítica portada del “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y el prólogo, en forma de sonetos, es de Joaquín Sabina quién también realiza las ilustraciones para cada uno de los apartados aunque estas no siempre están vinculadas al texto, lo que le quita algo de coherencia al producto final.
Es un libro de un amante de la música dirigido a amantes de la música. Pancho Varona se presenta tal cual es, con sus filias y sus fobias, transparente hasta el extremo de reconocer que la cúspide de su carrera como compositor fue aquella pentalogía sabinera que va desde “El hombre del traje gris” hasta “Yo, mi, me contigo”. Después la cuesta abajo ha sido inevitable como lo ha sido también, se consuela Varona, con McCartney, Sting, Springsteen, Dylan y otros grandes.
Esta reseña es un buen pretexto para contar mi primer encuentro cara a cara con el gran Panchito. El 18 de enero del 2000 Pancho y Joaquín tocaron en Lima con motivo del 465 aniversario de la ciudad. Dieron un concierto de media hora solo de voz y guitarra, sin ninguna banda de apoyo. Yo me enteré de la actuación por el propio Pancho, con quien ya me había cruzado algunos correos electrónicos desde que éste descubrió la página web que había creado años atrás acerca de Sabina y su banda.
“El lunes tocamos en Lima, pero no sé nada más” fue el escueto mensaje que recibí una semana antes de la fecha señalada. En un mundo sin Facebook ni Twitter no me quedaba más que esperar el siguiente email para enterarme de los detalles. Ese segundo correo nunca llegó porque, según el propio Pancho, “me cortaron el teléfono por falta de pago”.
Cuando terminaron de tocar, ambos artistas fueron tras bastidores para matar las casi tres horas que faltaban para el fin de fiesta que se daría a la medianoche. Durante todo ese tiempo mis acompañantes y yo estuvimos haciéndoles la guardia en la puerta del backstage para esperar su salida.
En un descuido de la seguridad del recinto mi hermano logró colarse a los camerinos y acercarse a Pancho. Le dijo que yo estaba afuera y le entregó una tarjeta en el que le había escrito a mano mi número de teléfono celular. “Dile que en quince o veinte minutos nos encontramos en el hotel”.
Pasada la medianoche una comitiva de coches llegó al Hotel Bolívar. De uno de ellos se bajó Sabina y varios fanáticos se abalanzaron hacia él para sacarle una foto o darle un apretón de manos. Del otro coche, y sin curiosos alrededor, se bajó Pancho gritando “¿dónde está Kikín?”. Nos abrazamos muy fuerte y con mucho cariño, como si nos reencontráramos después de mucho tiempo. “¡Qué difícil ha sido comunicarme contigo! Dime una cosa ¿el segundo dígito de tu teléfono es siete o uno?” me pregunta mostrándome la tarjeta que le entregó mi hermano. “Es un ocho” le respondí, avergonzado de mi mala caligrafía.
Estuvimos en la habitación de Pancho cerca de una hora. Como en su libro, hablamos mucho de música, de Fito Paéz, de Calamaro, de Javier Gurruchaga y, por supuesto, de Joaquín y sus por entonces dieciocho años de estupenda compañía. Sacó su guitarra para tocarnos su particular interpretación de “Esta boca es mía”, con más rock que la versión original. Una noche fantástica que me permitió conocer a un tipo macanudo que desde el primer momento me brindó su franca amistad.
Ese año repetimos experiencias en México y Buenos Aires, y más tarde nos vimos en Barcelona, Madrid y cerca de Bilbao, aprovechando alguna de sus “Noches Sabineras”. La calidez de Panchito es disfrutada ahora por sus más de 55000 seguidores en Twitter y sus más de 5000 amigos de Facebook, entre los cuales me encuentro. Aunque parece que ahora es más difícil coincidir a lo que era hace diez años, espero que llegue el momento de volver a abrazarlo para seguir hablando de música y preguntarle porqué no le dedicó siquiera un párrafo de su libro a su mejor grupo español de los ochenta: Siniestro Total.
Fotografía en el legendario “Bar El Chino” de Buenos Aires en octubre del 2000. Pancho y Antonio García de Diego me flanquean mientras tocan “Y si amanece por fin”.