Revista Cultura y Ocio
Hace unos días leí en El País la inverosímil pero muy cierta noticia de que quince musulmanes que intentaban ganar la costa italiana en una patera habían echado por la borda a doce cristianos que viajaban con ellos, por una disputa religiosa. En África es repugnantemente común que la gente se mate por conflictos que tiene que ver con el Más Allá. En estos últimos tiempos, parecen ser los musulmanes los que se llevan la palma en asesinar, y sus víctimas son, indistintamente, otros musulmanes, los judíos -a los que todo el mundo ha matado desde antiguo- y cristianos, que sufren ahora la persecución religiosa, al igual que ellos la han practicado con entusiasmo durante siglos. Pero, en el caso del que daba cuenta el periódico, a la atrocidad conocida se sumaban las increíbles circunstancias en que se produjo. En un lanchón con un centenar de desgraciados, todos africanos, todos hambrientos, todos unidos por la tragedia del desarraigo y la patera, todos embarcados en una misma y mortal aventura,lo que hacen unos y otros no es ayudarse a sobrevivir, sino discutir sobre cualquier precepto idiota de sus respectivas fes y acabar unos con la vida de los otros. O quizá ni siquiera hubo discusión: puede que los musulmanes no soportaran la presencia de infieles en la embarcación y decidieran eliminarlos, como pretenden, en general, eliminarlos de sus sociedades. A los cristianos ahogados les cabe el consuelo del martirio, esa muerte por la fe que el Catecismo alaba, hasta el punto de constituir una vía privilegiada a la santidad. Y los mahometanos acaso se sientan satisfechos por haber dado cumplimiento a la Yihad, el mandato coránico que exige la erradicación de la increencia, lo que, a su vez, les despeja el camino a un paraíso lleno de huríes con poca ropa y siempre jóvenes, que tienen, en realidad, muy cerca, si la frágil barca en la que viajan decide naufragar y los abandona a su suerte en pleno Mediterráneo. Pero, a pesar de estos consuelos ultramundanos, el hecho del asesinato es bárbaro y, para cualquier persona que no haya dimitido completamente de la razón, incomprensible. Lo que llama poderosamente la atención en este caso es que la obcecación religiosa se haya impuesto a la desgracia compartida y a la solidaridad necesaria, es decir, que quien es víctima de una situación injusta -la miseria irredimible en sus países y el drama de la inmigración ilegal, que lleva a la muerte cada año a miles de personas, sin que ningún gobierno ni organización internacional sea capaz de evitarlo- se convierta, por una perversa inversión de la injusticia, en victimario. En realidad, no hay que acudir a los periódicos para comprobarlo. En la vida de una persona se constata con frecuencia ese abominable trastrueque. Cuando hice la mili, aquel secuestro legal que nos deparó a tantos españolitos inolvidables experiencias, uno advertía que quienes más se ensañaban con los nuevos reclutas eran aquellos soldados con los que otros soldados habían sido más crueles cuando ellos eran reclutas. El razonamiento que seguían, por llamarle de algún modo, no era el que parece más humano: ya que yo lo he pasado mal, y sé cuánto se sufre, voy a evitar que otros también lo pasen mal, sino: ya que yo lo he pasado mal, voy a resarcirme haciendo sufrir a los demás tanto como he sufrido yo. Así, el pollo al que habían obligado a limpiar las letrinas en calzoncillos, y del que se habían reído hasta el hartazgo haciéndolo saludar y desfilar ante los abuelos, también en calzoncillos (los calzoncillos, y todo lo que tuviera que ver con los órganos genitales, eran muy importantes en el ejército), se afanaba por volcar la bilis en los recién llegados, sometiéndolos a las más abyectas perrerías. Si uno se fijaba bien, en sus ojos brillaba entonces el fulgor de la venganza. Pero no solo en un espacio cerrado como el del cuartel -equiparable en esto a una cárcel o una secta- se observa el fenómeno de la victimización practicada por las víctimas. Yo recuerdo a un antiguo vecino, costarricense, padre de un compañero de guardería de mi hijo, que se me quejaba, cuando le estaba buscando colegio al suyo, de que la escuela pública que les correspondía por residencia estaba llena de inmigrantes. Aquel vecino era chaparrito, cetrino y de pelo muy negro y liso: sus antecedentes indígenas, quizá chorotegas o misquitos, eran obvios. Pero no era un cualquiera: tocaba en la orquesta del Liceo y era hermano de un destacado poeta de su país. Y era maravilloso advertir sus gestos de disgusto ante la perspectiva de que su retoño compartiera aula con moros, chinos, sudacas y negros. También recibí la visita, hace algunos años, de un viejo amigo del colegio que lleva viviendo 30 años en Israel, y que vino acompañado por su actual mujer, una judía francesa. En la charla que tuvimos cenando, la señora manifestó entender a quienes sufrían una oleada migratoria y tenían miedo de que aquella invasión de extranjeros aplastase su cultura y borrara su identidad. "Hombre", contesté yo, "eso es lo que se ha dicho siempre de los judíos". Y a mi amigo le he oído decir en otras ocasiones que los judíos rusos de Israel son los peores -hasta huelen mal-, aunque los falashas etíopes no les anden a la zaga. Si sigo siendo amigo suyo es porque los vínculos establecidos en la infancia no se diluyen con facilidad, y porque, pese a la brutalidad de algunas opiniones, sus méritos exceden con mucho sus desvaríos racistas. El racismo es, en efecto, y por desgracia, un fenómeno universal: quienes lo sufren en un rincón del globo son muy capaces de practicarlo con una comunidad aún más desdichada que ellos. Haber sido víctimas del odio no nos inmuniza contra el oído: por el contrario, puede exacerbarlo. Al parecer, entre los maltratadores abundan quienes han sido maltratados. Si tu padre te pega, pues, tienes muchos números de que tú también pegues a tus hijos. La única forma de luchar contra esa semilla terrible es ser consciente de que existe, de que está en tu interior, y esforzarse por destruirla, o por lo menos controlarla, con la conciencia y la razón. La ira es, a menudo, una supuración de esa violencia enclavada en los adentros, y, como tal, no conoce cauces ni mesura. No hay que dejar que explote: hay que ahogarla recordando que todos somos débiles, que nadie merece el dolor, y que ya hay suficiente mal en el mundo como para que nosotros le añadamos el nuestro.