Cinco años destinaron en BioWare a escribir la historia, mitología y tradición que daría respaldo a Dragon Age Origins (BioWare, 2009). Parte de esa información fue recortada en pedacitos a modo de extractos, relatos, cartas y canciones, y diseminada a lo largo y ancho del juego en lo que se conoce como códice. Cualquier persona que dedicara el tiempo suficiente a leer estos textos coincidirá con que la riqueza y coherencia que aportaban a lo que se narraba mediante los mimbres más o menos interactivos del videojuego iba un paso más allá de la simple construcción de un sólido universo propio.
Dice mucho, y es importante señalarlo en esta industria triple difusa y oportunista, de quienes emplean tanto tiempo, esfuerzo y no menos talento en elaborar algo con la certeza de que ese algo va a llegar a un porcentaje alejado del total de jugadores potenciales, pero sobre todo por querer hacer de su trabajo, de su obra, algo mejor, algo más rico y profundo que la media de productos que salpican los catálogos. No se trata de un añadido artificial que entorpezca la mecánica de juego (aquello por y para lo que jugamos, al fin y al cabo), ni de un relleno estéril que infle la estampa final de forma tendenciosa, se trata de un compendio de textos que contextualizan el entorno en el que se juega pero, sobre todo, que fluctúan en una dirección muy concreta: interpelar los mecanismos de la psicología del jugador para que construya un universo que ampare, condicione, dé sentido y justifique sus acciones.
Dragon Age Origins, además de un RPG estupendo, con sus clases, sus razas, sus atributos, sus puntos de experiencia, sus árboles de habilidades, sus aspiraciones tácticas especialmente pronunciadas en el máximo nivel de dificultad, su épica de la espada, la magia, la bruja y el dragón, además de todo eso y sobre todo, es una historia personal.
No es casual que los fans tanto de Dragon Age como de Mass Effect —la otra gran franquicia actual del estudio— sigan rememorando los distintos episodios de una y otra siempre, o casi siempre, en términos de historia y de las decisiones que pudieron (porque nos dejaron) tomar, pero sobre todo en términos de las relaciones interpersonales que entablamos. Si bien soy partidaria de preservar todo lo posible la mecánica y la interacción como lengua materna del videojuego frente a los préstamos mal adaptados de otros medios, es importante también señalar que hay una diferencia abismal entre que te cuenten una historia mientras juegas, y que te ofrezcan la posibilidad de participar en ella jugando.
En cualquier contexto y situación, cuando tomamos decisiones lo hacemos porque nos importa lo que va a ocurrir después. En BioWare tienen claro que si posibilitan una toma de decisiones también tienen que procurar que nos importe más o menos aquello sobre lo que vamos a decidir. Y eso sólo se consigue tomándose en serio a sí mismos, a su trabajo, y procurando no ignorar la inteligencia del jugador. Más allá del volumen de texto encargado de contextualizar el juego de forma pasiva (ergo, requiere para ello del papel activo del lector-jugador), hay un soberbio trabajo de escritura y caracterización de personajes que son los que, en última instancia, condicionan nuestra toma de decisiones mucho más que los acontecimientos de la trama. Y esto ocurre porque, de nuevo, tanto Dragon Age como Mass Effect albergan historias personales, humanas. Shepard puede tener en sus manos el destino del universo entero, como lo hemos podido tener otras tantas ocasiones a los mandos de tantos otros juegos de los que ya ni nos acordamos, pero la aventura adquiere dimensión cuando en el trayecto se produce una interacción activa y tan significativa con los personajes, que se tornan susceptibles de inspirarnos simpatías y afectos puramente humanos.
Hay tantos Shepards, héroes y heroínas de Ferelden, Hawkes, o inquisidores/as como jugadores hay de sus respectivas aventuras. El avatar deja de ser un instrumento agente, sin más, para convertirse en depositario de nuestras expectativas, brazo ejecutor de nuestras decisiones, y emisario virtual de nuestras simpatías o antipatías por los compañeros de viaje. Todo ello repercute directamente en nuestro posicionamiento frente a lo que ocurre porque, aunque sólo sea en momentos puntuales, sus creadores se han preocupado por preguntarnos y darnos la posibilidad de cambiar ciertos rumbos de su historia. Este proceso psicológico de identificación personal en la asunción de un rol bien puede suceder incluso en Pac-Man si el jugador posee la predisposición adecuada, pero nadie como BioWare ha trabajado tanto para suscitarlo de manera espontánea.
Si los personajes de BioWare son tan importantes en la construcción de esa identidad a caballo entre la nuestra propia y la identidad preestablecida del héroe, habrá que analizar qué hace de esos personajes algo tan especial. Si prestamos un poco de atención, la respuesta aparece clara y simple: no son personajes de videojuego, son personajes. Personajes que interesan, a los que apetece conocer, personajes susceptibles de aportarnos cosas y por los que somos perfectamente capaces de desarrollar afecto.
Alejados de toda impostura heroica, dramática o hipertrofiada, tan propia de la ensaladilla de clichés que protagonizan las ficciones interactivas, todos y cada uno de los compañeros de aventuras acaban siendo los héroes perfectos, cada uno a su manera. Esto sucede porque se les da contexto, bagaje, motivaciones, y un paquete de rasgos conductuales coherentes y en consecuencia. Los personajes BioWare nos gustan porque se han escrito a partir de una identidad cultural (una identidad otorgada gracias al enorme trabajo de contextualización histórica y social que hay detrás de cada uno de ellos) y otra individual. Los personajes BioWare nos gustan porque son creíbles, a pesar de que tengan las orejas puntiagudas, cuernos, disparen bolas de fuego o sean hombrecillos marrones con aspecto anfibio.
Resulta muy reconfortante que la bisexualidad, tanto afectiva como reproductiva, de las asaris se trate sin morbo de por medio. Esa objetificación a la que están sujetas no es sólo una atractiva decisión de diseño que actúa como reclamo para el público, sino también una consecuencia bastante bien hilada de la multiculturalidad que reproduce Mass Effect. Son las demás razas, o culturas, las que han malinterpretado ese rasgo conductual, social y sexual de las asaris, y lo han asimilado al simple libertinaje. Es precisamente ese prisma deformativo y caleidoscópico con el que son vistas desde fuera el que, a base de empujones de brazos invisibles, las ha ido relegando poco a poco (no a todas, de manera literal, sí a la imagen cultural) a asumir ese preciso rol. Por eso las bailarinas de los clubes nocturnos son asaris en su inmensa mayoría. Piensen qué tipo de construcciones mentales y atribuciones hacemos sobre la cultura ajena contemplada tras los visillos de la nuestra propia, pese a que ambas estén en el mismo salón, compartiendo el mismo espacio. Al final el preconcepto, el esquema mental, es el que motiva y condiciona nuestras actuaciones para con el otro, y esto tiene una repercusión directa en el otro.
Sería un tanto ingenuo ignorar la carta directa (directa al jugador hombre heterosexual) que juegan los guionistas al caracterizar a las asaris como un icono sexualizado, pero la inteligencia que demuestran al dotar de semejante contexto y justificación a esta circunstancia es, entre otras cosas, lo que diferencia a Mass Effect de Dead or Alive Xtreme Beach Volleyball.
Volviendo a Dragon Age y cercando la atención sobre el espectro afectivo de la trama, es comprensible que a Solas sólo le atraigan las elfas, como también lo es que Zevran se folle a casi cualquier cosa que se le insinúe. Es coherente que Morrigan sea una tipa dura y una amiga sincera contigo, avatar de chica, pero se arrebole como una adolescente, motivos suyos personales mediante, si mantiene una relación romántica contigo, avatar de chico. Me gusta que Dorian sea gay, me gusta que Sera sea lesbiana, y me gusta (bueno, me gusta regular) haberme “enamorado” de Cassandra y que me haya rechazado porque tiene unos principios morales y personales opuestos a mis intereses. Pero me gusta todo eso porque los personajes tienen identidad, las interacciones con ellos no son unilaterales, no son plantillas parlantes prestas a satisfacer los caprichos del jugador. El jugador, acostumbrado a ser el héroe y motivo central de un universo, el juego, que normalmente se repliega ante él, aquí debe replantearse su papel. En mi caso, fue la heterosexualidad y el rechazo de Morrigan lo que me animó a intimar con Leliana, a la que antes apenas prestaba atención y acabó convirtiéndose en uno de los personajes más importantes para mí, uno de los más queridos.
A los personajes BioWare se les quiere porque, pese a los atropellos en la progresión de nuestra amistad por contingencias de guion, son complejos, y la tarea de hurgar en ellos, en su pasado, siempre recompensa. No sólo merece la pena y nuestro tiempo ese peregrinaje personal entre misión y misión, sino que dicho peregrinaje inquisitivo se convierte en columna vertebral del juego, y en algo determinante de la experiencia de juego. Depende de tus posicionamientos personales, y de los que no te queda más remedio que asumir al amoldarte a los de los demás, el que llegues, o no, a conocer de una manera u otra a los personajes que hilvanan tu historia. Es tu historia, pero no sólo depende de ti, no eres sólo tú. Y las variables son más que suficientes para que cada cual la viva de manera completamente distinta.
Por otra parte, la naturalidad y responsabilidad con la que BioWare maneja los temas de género, identidad sexual, orientación sexual y libertad sexual es algo que recibe mucha menos atención y respaldo del que merece. Ni los videojuegos, ni cualquier otro producto cultural o de consumo, cualquier tendencia, personaje público, famoso o influyente, tienen por qué asumir una responsabilidad social, pero sí deben reconocer que, en el momento en que su mensaje (intencionadamente o no) llega a miles de personas, efectivamente la tienen, quieran o no. El caso del estudio canadiense parece más convicción interna que auto imposición, y se nota. Es muy significativa la inclusión de Krem, un personaje transexual, a quien además ceden espacio, imagen, texto y trama para explicarse, y dejan que lo haga desde el más cómodo y amigable para el jugador de los contextos. No es difícil traducir este mensaje en términos de educación social, y más fácil aún es darse cuenta del valor que tiene, teniendo en cuenta el volumen y la franja de edad del público potencial, y que el mensaje se transmite mediante un canal, y en un formato, mucho más significativo para el receptor que cuarenta campañas de sensibilización en Internet o en el centro educativo de turno.
Hay una misión, un evento secundario, en el que un joven te pide ayuda para encontrar a su novia desaparecida. El panorama no es muy halagüeño, ya que la zona está inmersa en una revuelta, conato de guerra entre magos y templarios, y están muriendo campesinos que nada tienen que ver con el conflicto. Tras dar unas cuantas vueltas por la zona cazando y rapiñando lo que pude, me encontré con la chica: estaba de pie, junto al cadáver de otra mujer, sobre lo que parecía ser un picnic romántico en el bosque. Al parecer, la inminencia de la guerra le había hecho darse cuenta de que no merecía la pena vivir junto a una persona a la que no amaba, y había decidido irse con la persona a la que sí amaba: otra mujer, una maga. Una mujer maga a la que acababan de asesinar a causa de esa misma guerra. Lo significativo de este evento es la perspectiva, y debe entenderse en los términos de importancia que adquieren los acontecimientos en el universo Dragon Age. Desde el punto de vista del joven traicionado, lo doloroso era el abandono por esa otra persona, y lo censurable no era que se tratara de una mujer, sino el hecho de que esa mujer fuera una maga. La guerra no es más que un punto especialmente sensible de una sociedad en crisis que teme a los magos porque no los conoce ni los entiende. O lo que es lo mismo, lo que BioWare nos está diciendo con este tipo de mensajes: no saques al homosexual al escenario para que el público lo vea, y al final y con un poco de suerte se acabe acostumbrando a él, en vez de eso, trátalo con absoluta normalidad dentro de una trama donde exista un verdadero conflicto, dale al jugador unas claves contextuales con las que pueda establecer paralelismos, y tendrás la mitad del trabajo hecho. La otra mitad es cuestión de que cunda el ejemplo, y de tiempo.
Queda claro, por tanto, que los mimbres narrativos a puerta cerrada y en espacios cortos funcionan muy bien en manos del respetado estudio canadiense. Llegados a este punto, cabe preguntarse qué hay de todo lo demás teniendo en cuenta el cambio de registro escénico. Dragon Age Inquisition (BioWare, 2014) se enfrentaba a la tarea de sustentar esos mismos mimbres narrativos y su arquitectura mecánica en una dinámica de juego semiabierta. La nueva entrega de la era del dragón tenía que extrapolar esa comunión entre narrativa activa y pasiva desde un plano cerrado y lineal a uno muchísimo más amplio y multidireccional, uno abordable desde diferentes ángulos temporales y espaciales. Y lo cierto es que esta mayor amplitud no sólo le ha sentado como un guante, sino que era justo lo que necesitaba el vasto mundo creado para Origins. La excesiva constricción con que Thedas se nos presentaba en el primer capítulo de la saga, ceñida a la rigidez de sus largos pasillos fereldenos y compilada en largas entradas de códice, se diluye aquí, y se reparte en formatos de diversa naturaleza diseminados a lo largo y ancho de un mundo ridículamente grande, absurdamente bonito.
Dragon Age Inquisition ha disipado de un manotazo las dudas que despertó el futuro de la franquicia tras la, para muchos, decepcionante segunda entrega, y desde la ausencia de Greg Zeschuk, Ray Muzika (fundadores del estudio) y Casey Hudson (principal responsable de Mass Effect). Se han estudiado la última actualización del manual no escrito de buenas prácticas del gremio y han erigido un nuevo referente. Rastreando influencias durante los primeros compases de juego —esto es, en las primeras veinte horas— no es difícil identificar ramalazos de otros títulos actuales del género; hay un algo del genial Dragon’s Dogma (Capcom, 2012) que aflora en momentos, encuadres puntuales, y en ese sentido casi irresponsable y autoconsciente de la distancia y la tridimensionalidad; hay pinceladas de Divinity II (Larian Studios, 2009), perceptibles en detalles estructurales, en destellos de humor inesperados, o en la simple tipología de la disposición de secretos en el mapa; y hay, sobre todo, la abierta vocación por lo contemplativo, por suscitar el asombro, que Skyrim (Bethesda, 2011) cultivó con algo menos de gracia. Lo que pudiera parecer un intento desesperado de crear el RPG definitivo a base de tomar prestado un popurrí de elementos exitosos de otros juegos es, en realidad, una inteligente integración de recursos sobre un tapiz propio y con la inconfundible marca de la casa para crear una experiencia, hoy por hoy, única. El conjunto funciona, y funciona porque tanto las piezas pequeñas como la gran pieza grande, el entorno abierto y transitable, están íntimamente interconectadas entre sí. Dragon Age Inquisition acierta donde fallan, en mayor o menor medida, otros exponentes del género: la cohesión interna.
Inquisition es también una llamada de atención involuntaria, una mano que se alza desde el centro mismo de la corriente mainstream para advertir al público que desde ahí pueden seguir apareciendo obras personales, adultas y comprometidas, capaces de abrir puertas nuevas donde otros se estrellan una y otra vez contra el mismo muro. Y si un juego de fantasía épica-medieval y aspiración de superventas puede dar varios pasos al frente en la evolución narrativa de todo un género, y además abordar temas sociales contemporáneos, quizá, solo quizá, no todo esté perdido.
La entrada Las vidas posibles del héroe es 100% producto Deus Ex Machina.