Revista Cultura y Ocio
No fue Franco un hombre que destacara por su cultura. Rara vez se le veía con algún libro. De mediana inteligencia, y escaso interés por saber y conocer, a él le bastaba el convencimiento de que el mundo y más concretamente España sólo podrían ser de una manera. El orden, la jerarquía, la autoridad, la disciplina, la tradición, la religión católica eran los pilares inamovibles sobre los que descansaba su reducida forma de entender la vida. Su ideología obedecía a clichés fijos sobre los que no admitía discusión alguna. Lo suyo era una cuestión más de fe que de otra cosa. Acostumbrado a la vida militar, el modelo castrense lo aplicó a su país como si España se tratara de un cuartel. Disciplina, mucha disciplina. Se cuenta que en los Consejos de Ministros no permitía que nadie se levantara ni para ir al baño hasta que él no terminara. De costumbres un tanto espartanas, era de todos conocida su frugalidad en el comer y en el beber. No se le conocían grandes vicios. Su mediocridad le llevaba a veces a opiniones simplistas, al ridículo y al infantilismo, como cuando achacaba todos los males de España a una “conspiración judeo- masónica”, como cuando se dirigía a las cámaras leyendo un texto en inglés pero con fonética en castellano, que más parecía aquello una de las primeras películas de López Vázquez y Alfredo Landa hablando “en extranjero” con las suecas en Benidorm, o como aquella vez que decía que los norteamericanos envidiaban en realidad a España porque a ellos les hubiera gustado ser de la Falange. Serrano Súñer, el “cuñadísimo” y filonazi, gran admirador de Hitler y Goebbels, hablaba de las cualidades de Franco, al que no consideraba buen orador. El dictador leía sus discursos sin energía, con ese tono blando y melifluo que resultaba poco convincente. En definitiva: leía pero no interpretaba, olvidando una de las características básicas de los movimientos totalitarios: la puesta en escena, la escenografía, donde el orador debía convertirse en un histrión, en un personaje casi de tragedia clásica que con su declamación llegara a enfervorizar a las masas, transmitiéndoles la energía y la determinación del líder. Ingenuo y hasta supersticioso, pensaba que era un elegido y que estaba tocado por la mano de la Providencia, lo que en el mundo árabe se conoce como “baraka”, buena suerte o buena estrella propiciada por la divinidad. Sintiéndose como un nuevo “mesías” que conduce a su pueblo a la salvación, pensaba que el destino le guiaba por el camino de los elegidos. De su vocación por la simpleza religiosa data su fetichismo, casi idolatría, por las reliquias de santos. En su habitación del Palacio de El Pardo guardaba celosamente un relicario con el brazo incorrupto de Santa Teresa, el cual podía contemplar desde su cama (1). Sus referentes históricos eran Felipe II, Isabel la Católica, Julio César, Napoleón… Una relación tópica y superficial hecha a base de grandes personajes… archiconocidos hasta por lo que no saben nada de historia. Frente a su escasa cultura, destacó por otras cualidades: era astuto, frío, calculador, ambicioso, mezquino... Supo aprovechar las oportunidades que le brindaron otros para desplazarlos y ocupar el sitio principal en su propio beneficio. Su falta de escrúpulos le llevaba a tomar duras decisiones frente a los demás. Nunca le tembló el pulso a la hora de firmar una pena de muerte. Y pocas cosas le quitaban el sueño, a juicio de sus allegados. Los generales que rodeaban a Franco y que participaron con él en la conspiración militar que condujo a una guerra y que catapultó al general gallego al poder, en realidad confiaban poco en él. La indefinición en los momentos previos al estallido de la guerra pesaron negativamente en el concepto que de él tenían. Juan Yagüe, Alfredo Kindelán, Antonio Aranda, José Enrique Varela y Luis Orgaz no estaban por labor de entrar en la Segunda Guerra Mundial y mostraban a Franco su oposición a la intervención en el conflicto. Sí lo estaba el cuñadísimo Serrano Súñer, filonazi hasta las trancas. También la mayoría de los falangistas, para quienes entrar en la contienda significaría combatir contra los rojos a escala internacional. Y Franco se valió de sus dotes de estratega y manipulador para quedar bien con todos los suyos y no desairar al amo de Europa, al führer, con quien finalmente se citó en Hendaya para decirle que España entraría en guerra con unas condiciones que Hitler consideró inaceptables. Vamos, que Franco iba de farol: le pido mucho para que me diga que no. La entrevista se “vendió” como un éxito arrollador del Generalísimo que no metió a España en otra guerra porque bastante tenía con la reconstrucción nacional tras la pasada “cruzada”. Entre sus militares los había de todos los colores del espectro político de la derecha tradicional: monárquicos alfonsinos, carlistas, falangistas… La única manera que tuvo Franco de tenerlos contentos y controlados fue hacer la vista gorda en los casos de corrupción. Por ejemplo, mirar para otro lado cuando sus oficiales y generales utilizaban la tropa para uso personal, mano de obra esclava empleada no en servir a la patria sino en atender a intereses particulares. Otra manera de control consistió principalmente en la realización de una política de concesión de títulos, destinos, prebendas y condecoraciones. Hasta títulos nobiliarios concedió, como si se tratara de un rey. Queipo de Llano se fiaba poco de Franco y lo consideraba una persona de escasa definición ideológica, ambicioso y más atento a su promoción como salvapatrias que a su verdadero interés por España. No andaba con remilgos a la hora de criticarle y era vox populi el apelativo nada cariñoso que le dedicó de “Paca la culona”. Franco no sabía cómo deshacerse de él. Le consideraba un peligro que podría hacerle sombra. Mandarle a Andalucía durante la guerra era más un castigo que un premio porque allí tendría que vérselas con gente de campo muy radical al estilo de los que asaltaron el cuartel de la Guardia Civil en Casas Viejas. Era un destino complicado que podría perfectamente acabar con él. Luego, a la luz de nuevas desavenencias según avanzaba la guerra, Franco se lo quitó de encima mandándole lejos de España, a Italia, para hacer compañía a Mussolini, eso sí, con la advertencia al “duce” de que el general que enviaba era un convencido antifascista. Por José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, tampoco tenía demasiadas simpatías. Digamos que el asunto era recíproco y no congeniaban el uno con el otro. De ahí que su fusilamiento en Alicante durante la guerra le vino de perillas al general para tener libre el camino y poder apropiarse de la Falange, así el régimen tendría un referente político. De manejar a sus dirigentes, otorgándoles cargos y ministerios, ya se encargaría convenientemente para tener la organización absolutamente controlada. Tras la guerra, los sueños revolucionarios de los falangistas fueron sustituidos por cargos que el dictador fue suministrando, además de seguir haciendo la vista gorda en casos de corrupción. Por estas y otras “virtudes” es por lo que el hispanista Preston (2) califica al caudillo de perfecto manipulador. Una cualidad que le llevó a fabricar de sí mismo una imagen distorsionada y construirse una aureola de leyenda con la que pasar a la posteridad: padre y protector de los españoles, salvador de la patria, héroe de la guerra, timonel de la civilización cristiana, enviado de Dios… ___________________ (1) La vida secreta de Franco, David Zurdo y Ángel Gutiérrez. EDAF. Madrid, 2005 (2) El gran manipulador, Paul Preston. Ediciones B. Barcelona, 2008.
Capítulo extraído de mi libro
HISTORIAS QUE NO SON CUENTOS