Medusa , Michelangelo Merisi da Caravaggio, 1598
De Hermes, dios ambiguo entre la vida y la muerte, entre el sexo y el espíritu, entre los Titanes y los dioses del Olimpo, no viene a cuento hablar. Pero qué significa que el buen médico Asclepio salga de un mundo de divinas metamorfosis bestiales, vale en cambio la pena contarlo.
(Hablan Hermes ctonio y el centauro Quirón)
Hermes: El Dios te pide que críes a este hijo, Quirón. Sabes ya de la muerte de la bella Corónide. Lo ha arrebatado el Dios de las llamas y del regazo de ella con sus manos inmortales. Yo fui llamado junto al triste cuerpo humano que ya ardía –el pelo flameaba como paja de trigo. Mas la sombra no me esperó siquiera. Con un salto, de la pira desapareció en el Hades.
Quirón: ¿En el tránsito se tornó potranca?
Hermes: Eso creo. Mas las llamas y esas crines vuestras harto se parecen. No tuve tiempo de aclararme. Debí aferrar al niño para traerlo acá.
Quirón: Niñito, más valiera que te quedaras en el fuego. Nada tienes de tu madre, salvo la triste forma humana. Eres hijo de una luz deslumbrante aunque cruel, y deberás vivir en un mundo de sombras exangües y angustiosas, de carne corrompida, de suspiros y fiebres –todo te viene del Resplandeciente. La propia luz que te ha hecho sondeará el mundo, implacable, y por doquier te mostrará la tristeza, la llaga, la vileza de las cosas. Por ti velarán las serpientes.
Hermes: De cierto el mundo de ayer ha decaído, si las serpientes han pasado a la Luz. Mas, dime, ¿sabes por qué ha muerto?
Quirón: Enodio, nunca más la veremos brincar feliz del Pelión al Dídimo entre peñas y cañaverales. Bástenos eso. Las palabras son sangre.
Hermes: Quirón, puedes creerme cuando te digo que la lloro como vosotros la lloráis. Mas, te lo juro, no sé por qué el Dios la ha matado. Allá en mi Larisa se habla de encuentros bestiales en grutas y bosques…
Quirón: ¿Qué quiere decir eso? Bestiales lo somos. Y cabalmente tú, Enodio, que en Larisa eras cojón de toro, y al inicio de los tiempos te has unido en el fango del pantano con cuanto de sanguíneo y aún informe había en el mundo, ¿tú te asombras?
Hermes: Aquel tiempo está lejos, Quirón, y ahora vivo bajo tierra o en las encrucijadas. A veces os veo bajar de la montaña cual peñascos y saltar charcos y barrancos, perseguiros, llamaros, jugar. Entiendo los cascos, vuestra naturaleza, pero no siempre sois así. Tus brazos y tu pecho de hombre, por poner un ejemplo, y vuestra gran risa humana, y ella, la muerta, y los amores con el Dios, las compañeras que ahora la lloran –sois cosas diferentes. También tu madre, si no me equivoco, agradó a un dios.
Quirón: En verdad eran otros tiempos. El viejo dios para amarla se hizo semental. En la cumbre del monte.
Hermes: Dime, pues, ¿por qué la bella Corónide fue en cambio una mujer y paseaba por los viñedos y tanto jugó con el Resplandeciente que él la mató y quemó su cuerpo?
Quirón: Enodio, ¿cuántas veces has visto desde tu Larisa la montaña del Olimpo recortarse en el cielo tras una noche de viento?
Hermes: No sólo la veo, a veces subo a ella.
Quirón: Antaño, también nosotros galopábamos hasta allá arriba de ladera en ladera.
Hermes: Pues bien, deberíais volver.
Quirón: Amigo, Corónide ha vuelto.
Hermes: ¿Qué quieres decir con eso?
Quirón: Quiero decir que esa es la muerte. Allá están los amos. No ya amos como el viejo Cronos, o su antiguo padre, o nosotros en los días que pensábamos en ello y nuestra alegría no conocía confines y brincábamos entre las cosas como cosas que éramos. En aquel tiempo la bestia y el pantano eran tierra de encuentro de hombres y de dioses. La montaña, el caballo, la planta, la nube, el torrente –todos existíamos bajo el sol. ¿Quién podía morir en aquel tiempo? ¿Qué es lo que era bestial, si la bestia estaba en nosotros al igual que el dios?
Hermes: Tú tienes hijas, Quirón, y son mujeres o potrillas a voluntad. ¿Por qué te lamentas? Aquí tenéis el monte, tenéis el llano, y las estaciones. No os faltan siquiera, para complaceros, las humanas moradas, cabañas y aldeas, en las bocas de los valles, y las cuadras, los lares donde los infelices mortales narran fábulas sobre vosotros, siempre dispuestos a hospedaros. ¿No te parece que el mundo está mejor regido por los nuevo amos?
Quirón: Tú eres uno de ellos y los defiendes. Tú que un día fuiste cojón y furor, ahora conduces a las sombras exangües bajo tierra. ¿Qué son los mortales sino sombras antes de tiempo? Mas disfruto al pensar que la madre de este niñito ha saltado por sí sola: al menos se ha encontrado a sí misma al morir.
Hermes: Ahora sé por qué ha muerto, ella que marchó a las laderas del monte y fue mujer y amo tanto al Dios con su amor que tuvo este hijo. Dices que el Dios fue despiadado. Pero ¿puedes decir que ella, Corónide, dejó a sus espaldas en el pantano el deseo bestial, el informe furor sanguíneo que la había engendrado?
Quirón: Claro que no. ¿Y qué?
Hermes: Los dioses nuevos de Tesalia, que mucho sonríen, sólo de una cosa no pueden reírse: dame crédito a mí, que he visto el destino. Cada vez que el caos desborda a la luz, a su luz, deben herir, destruir y rehacer. Por eso ha muerto Corónide.
Quirón: Pero no podrán ya rehacerla. Con que tenía yo razón al decir que el Olimpo es la muerte.
Hermes: Y no obstante el Resplandeciente la amaba. La hubiera llorado de no haber sido un dios. Le arrebató el niñito. Te lo confía con gozo. Sabe que sólo tú podrías hacer de él un hombre de veras.
Quirón: Ya te he dicho la suerte que le espera en las casas mortales. Será Asclepio, el señor de los cuerpos, un hombre-dios. Vivirá entre la carne corrupta y los suspiros. A él mirarán los hombres para huir del destino, para retardar una noche, un instante, la agonía. Pasará, este niñito, entre la vida y la muerte, como tú que eras cojón de toro y ya no eres más que la guía de las sombras. Ésta es la suerte que los Olímpicos reservan a los vivos, sobre la tierra.
Hermes: ¿Y no será mejor, para los mortales, acabar así, que la antigua condenación de topar con la bestia o el árbol, y convertirse en buey que muge, serpiente que se arrastra, piedra eterna, fuente que llora?
Quirón: Mientras el Olimpo sea el cielo, claro. Pero estas cosas pasarán.
Cesare Pavese
Diálogos con Leucó