Unos instantes de efímera plenitud es todo lo que conocerá la tímida Shivakami.
Cuando se arregle para salir al campo a pasear, cuando la capte la cámara descubriendo el mundo sencillo que la rodea - pero que probablemente le fue imposibe mirar con libertad hasta antes de casarse -, cada vez que se admire de la belleza, incluso de la propia.
Qué doloroso resulta saber que Smita Patil, la actriz que la interpreta, desapareció prematuramente a los treinta y un años de edad, meses después del rodaje y cómo reconforta percibir que ese modesto deleite iniciático, por encima de todos los demás, parece que fue el gran objetivo de Govindan Aravindan mientras rodaba "Chidambaram"
en 1985, no el más conocido fuera de la India, pero sí probablemente el
más memorable de la decena de largometrajes de su breve carrera.
Alejado de sus primeras aproximaciones políticas y sociológicas - cuando más recordaba al joven Mrinal Sen: "Uttarayanam" - menos misticista o confidencial que otras veces ("Esthappan", "Kanchana Sita", "Kummatty", las que más lo acercaban al cine musical de Mani Kaul), más concreto y emotivo que nunca (y cuento con "Thampu" y "The seer who walks alone"), "Chidambaram"
desciende hasta un valle cualquiera de Kerala para medir cuánto puede
elevarse la resistencia de su mirada sobre una tragedia que niega todo
humanismo.
El relato implícito como decía está en esa media vida esperando para ser una niña de Shivakami, que empieza a sentir como mujer al mismo tiempo
y lo demás es el reverso de su diario, unas impresiones presumiblemente
solo conocidas por su padre, a quien dirige cartas y que es fácil
imaginar como el personaje más estupefacto ante el espectáculo absurdo
de crueldad que la simple presencia de su hija va a desencadenar.
Así
es lógico que la película termine dos veces, primero para todos los
personajes, incluida ella (aunque en esto hay dudas pues reaparece,
quizá solo como un espectro), y luego - media hora excepcional salpicada
de una marea recopilatoria a vueltas con los hechos - solo para el
abrumado responsable, que seguramente no es ni el peor ni siquiera el más culpable de todos los que la codiciaron.
Su desasosiego no
termina de ahogarse en alcohol ni pretende Aravindan sublimarlo aun haciendo picados a templos que una vez se
erigieron para enseñar lo que debía perdurar de las leyendas. Ese plano
es una rampa de despedida, no un atajo.
Las convicciones del cineasta, esas que se ponen a prueba en sus grandes obras, parecen aproximaciones en este caso: su proverbial ausencia (poco ortodoxa presencia más bien) de narrativa, el jactancioso "feminismo" siempre sobre la mesa que le fue atribuido (también a su actriz principal) u otras inclinaciones o habilidades previas, no sirven de asideros realmente para mirar a este film perfectamente clásico, es decir tan contenido que vibra por todas partes.
Tal ética, llevada al límite con firmeza o dubitativamente, no deja de ser lo mismo de siempre: qué se elige mostrar y cómo se hace.
En "Chidambaram" precisamente se abre paso donde más duro se hace el balance de relaciones de sometimiento y obediencia.
Así, no leemos lo que escribe ni vemos las fotografías que le toman en solitario a Shivakami con lo que consigue Aravindan no revelar sus pensamientos ni llamar la atención sobre el efecto de su belleza (quiero decir sobre él: hay una gran diferencia entre un rostro que se ve y se recuerda y el mismo rostro impreso y mirado como se quiera y cuantas veces se quiera), pero tampoco vemos qué sucede la noche de autos, por ejemplo.
El derecho a no mostrar lo segundo nace del pudor de no haber mostrado lo primero.