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Lección de capitalismo: Blue Collar (Paul Schrader, 1978)

Publicado el 18 septiembre 2023 por 39escalones
Lección de capitalismo: Blue Collar (Paul Schrader, 1978)

En Estados Unidos y en otros países de habla inglesa se conoce como «trabajadores de cuello azul» (blue collar), en alusión a su uniforme de faena habitual, el mono de trabajo de ese color, a los empleados más bajos del escalafón en las grandes fábricas, en particular a los obreros que desempeñan tareas manuales y repetitivas en cadenas de montaje o están especializados en oficios que precisan de gran habilidad, y en contraposición a los «cuellos blancos» (white collar), categoría referida a los cuadros dirigentes, ejecutivos, administrativos y técnicos, personal de despacho y oficina en general. Esta película de Paul Schrader, su debut en la dirección tras una exitosa carrera como guionista (aquí coescribe con su hermano Leonard, colaborador en otros proyectos, sobre todo en los relacionados con la cultura japonesa merced a su habilidad con el idioma), se sitúa en ese entorno obrero de una fábrica de automóviles de Detroit (entre otros modelos, se fabrica el Checker, el célebre vehículo reconocible en el amarillo de los taxis de Nueva York entre los sesenta y los ochenta, y que, entrevisto en la cadena de ensamblaje al principio de la película, obliga de inmediato a pensar en Taxi Driver, la cinta de Scorsese de 1976 escrita por Paul Schrader), y, aunque comienza como una especie de comedia de costumbres centrada en la convivencia de tres amigos, Zeke (Richard Pryor), Jerry (Harvey Keitel) y Smokey (Yaphet Kotto), tanto en la fábrica como en sus escasos momentos de ocio en familia, en la bolera o en el bar, siempre entre botellines de cerveza, el argumento pronto va girando hacia un realismo social crítico (las malas condiciones de trabajo, los sueldos escasos, el peso de la inflación, la incapacidad de ahorro, la imposibilidad de atender imprevistos, el endeudamiento, el gancho en el cuello que supone vivir al día y sin holgura…) en un escenario a su vez segregado entre obreros blancos y negros (la película se abre en un momento en que la igualdad salarial se ha conseguido hace no demasiado tiempo; dupla, por tanto, de colores enfrentados, en paralelo a los cuellos blancos y azules), antes de retorcerse aún más y derivar en una historia mucho más lúgubre y angustiosa que funciona como una parábola (un tanto obvia, eso sí) de los vicios y miserias del sistema político y económico neoliberal (o neoconservador, tipo Escuela de Chicago) que asomaba ya entonces y que alcanzaría plenitud bajo la administración Reagan en la década siguiente (y en ello seguimos).

Exprimidos en ese ambiente de precariedad laboral y económica, acuciados por las deudas (como Smokey), por los gastos urgentes (como Jerry, cuya hija necesita un aparato para los dientes) o por los impuestos impagados (como Zeke), y casi medio en broma y por casualidad (las gestiones que inicia Zeke para protestar por el hecho de que la empresa no arregla su taquilla y cada día se lastima los dedos intentando abrirla), los tres amigos terminan concibiendo un plan un tanto descabellado, producto de la desesperación. Descontentos con el enlace sindical de su empresa (Lane Smith), al que consideran un «trepa» que no suda el dinero que gana mientras que disfruta de todo tipo de privilegios asociados al mando, y al comprobar Zeke las escasas medidas de seguridad con las que cuenta la sede del sindicato y la suculenta caja fuerte que preside la oficina, planean desvalijarla y repartirse el botín, que estiman en unos diez mil dólares. No obstante, el resultado del asalto (no exento de algún instante de humor) es muy distinto al esperado: no solo encuentran mucho menos dinero del previsto, sino que el verdadero hallazgo consiste en unos documentos comprometedores para el sindicato que revelan una oscura trama de préstamos a interés, comisiones, repartos y fondos ocultos. Los protagonistas no son ningunos ángeles y no están dispuestos a haberse expuesto por nada al riesgo de una detención, de manera que recurren al chantaje para rentabilizar su golpe. Y ahí empieza otra película, más ligada al cine de conspiraciones políticas de los años setenta que al género de robos y atracos o al cine social. El sindicato, por un lado, denuncia públicamente un robo por una cantidad muy superior a los pocos billetes que el trío de ladrones aficionados ha podido arramblar, y por otro recurre a todo su poder y a maniobras de auténtico sindicato del crimen para recuperar los documentos y hacer callar a Zeke, Jerry y Smokey. La trama bascula así de la comedia de costumbres al drama, de este al cine de robos y atracos, y finalmente, al thriller.

Los Schrader apuntan así al que entonces era el corazón económico de Norteamérica (o uno de ellos), la industria del automóvil de Detroit, como símbolo del sistema socioeconómico cuya desmesurada codicia refleja con sentido crítico demoledor al tiempo que retrata la falsedad del ideal del sueño americano. Un compromiso y una militancia que no están reñidos con la construcción de un producto de género (o de varios géneros) ni con un estilo directo, duro y seco, sin florituras visuales y apostando por un realismo desprovisto de lirismo, en el que la reflexión prima sobre la acción (y eso se nota, por ejemplo, en la torpeza, o tal vez solo pereza, con la que se resuelve la escena de persecución) pero sin teorías, discursos panfletarios ni abstracciones intelectuales. Las situaciones se presentan objetivamente, tanto las difíciles circunstancias que alientan las acciones de los tres protagonistas, sin justificarlas ni condenarlas, como la respuesta del sindicato, que pasa paulatinamente de ser una organización de defensa de los derechos de los trabajadores a una especie de mafia laboral que, con todos los triunfos en la mano (presiona a los políticos, pues de la paz social y del negocio del automóvil depende la prosperidad de Detroit y de sus habitantes; los políticos, a su vez, presionan a la policía, que sabe bien qué no debe investigar o cómo debe desviar las indagaciones hacia donde conviene para no molestar a quienes dictan las condiciones de vida de la ciudad, lo cual provoca que sea el FBI quien investiga al sindicato, no la policía local), no repara en medios, lícitos o ilícitos (ofertas de mejora de condiciones, de cambio de empleo, soborno, extorsión, amenazas…), a través de los que conseguir sus objetivos. En este aspecto, resulta tan esclarecedora como angustiosa y crucial la secuencia del módulo de pintura, cuando Smokey queda prisionero en el interior, con las máquinas en funcionamiento, las medidas de seguridad desmanteladas y la puerta bloqueada, mientras la estancia se va llenando de pintura y su silueta se va disolviendo entre la nube de gases, en la mejor tradición de las trampas mortales que pueden verse en cualquier película de mafiosos.

La película, sin embargo, aunque toma partido, no es indulgente con las sombras de los protagonistas, ni tampoco cae en el maniqueísmo fácil. Ciertamente, la empresa, el sindicato, la política y las fuerzas del orden no salen bien paradas, pero tampoco los trabajadores que, como la película subraya (quizá demasiado) son meras herramientas, voluntarias o no, del poder, para lograr sus fines de control y paz social interesada. En este punto el personaje fundamental es Zeke, encarnación del elemento que destruye las aspiraciones conjuntas de los trabajadores, y en sentido amplio, de todos aquellos que ansían unas condiciones de vida más dignas y más justas para la población, al margen de su extracción social o su condición: el egoísmo. Zeke es al principio la voz cantante de las protestas pero, una vez asimilado por el sistema, vendido a su propio interés y prosperidad (mejor salario, menos trabajo, capacidad de influir en la empresa y en sus compañeros) ya no es la misma persona, no habla ni se mueve igual, ni siquiera viste igual, y altera su discurso para adaptarlo al que, antes que él, solía escuchar a ese enlace sindical al que odiaba. Zeke acepta ser parte del engranaje opresor para garantizar su propio interés, pasa escapar y salvarse de su anterior perspectiva de callejón sin salida. Zeke no tiene más remedio que venderse para sobrevivir. Sin duda, el sindicato como mecanismo útil de opresión y control, como garantía de división y desunión de la clase trabajadora, es uno de los sueños húmedos del neoliberalismo conservador de la economía actual, ya apuntado en la película de manera premonitoria. Así, la película se convierte en una advertencia (y el plano congelado final, acompañado de la voz en off, así lo recalca) acerca del auténtico peligro que amenaza la vida e integridad de los trabajadores, la pérdida de la conciencia de clase, y de su inevitabilidad a través de la gran baza que utiliza el capitalismo, de la que él mismo es producto: nuestro egoísmo, nuestra codicia. Porque el sistema somos nosotros.


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