¿Puede conseguirse una obra maestra del western (apartado caballería, sección guerras indias), hurtando al espectador el hipotético clímax común a estas películas, el choque entre los guerreros indios y los “casacas azules”, ya sea en la modalidad de asalto al fuerte, persecución y tiroteo por la pradera, ya en la emboscada o invasión y aniquilación del poblado indio? Respuesta: sí, se puede, cuando te llamas John Ford.
Tras sus primeros reveses comerciales, la productora Argosy, fundada por John Ford y Merian C. Cooper (codirector de King Kong, todo un personaje del cine, la aventura, la exploración, las fuerzas aéreas americanas, y otro montón de facetas y disciplinas), encontró en la recuperación del western la forma de resarcirse en las taquillas y de financiar futuros proyectos. De ahí surge la llamada “trilogía de la caballería”, inspirada en los relatos del escritor, de corte imperialista y de tintes más que racistas con los nativos americanos, James Warner Bellah (publicados en España por la editorial Valdemar). En La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949) -cuyo título original se toma de una canción tradicional que recoge la costumbre de las prometidas a soldados de caballería de adornarse con una cinta amarilla-, el segundo capítulo de la serie, adaptado por Frank S. Nugent y Laurence Stallings, Ford se centra en la vida de un oficial de la caballería, Nathan Brittles (John Wayne) como arquetipo del soldado americano de la frontera, y también de un sentido de la vocación de servicio y de la profesionalidad próximo -ya entonces, hoy prácticamente inexistente- a extinguirse.
Brittles es el oficial de campaña de mayor graduación de un fuerte en la frontera en los días de 1876 que siguen a la legendaria derrota y aniquilación del séptimo de caballería del general Custer en Little Big Horn. Los vencedores de aquel combate, los sioux, cheyennes, arapahoes y kiowas, han construido una gran alianza para enfrentarse a los blancos y expulsarlos de la pradera. Brittles, a seis días de la jubilación, recibe la orden de dificultar la concentración de grandes grupos de indios en los alrededores, de investigar e impedir la entrega de rifles a los indios por parte de los traficantes de armas, y también la de acompañar a la esposa (Mildred Natwick) y la sobrina (Joanne Dru) del comandante del puesto (George O’Brien) a la parada de diligencias más cercana para que puedan escapar de la zona de riesgo. En la columna de caballería se encuentran también los dos pretendientes de la chica (Harry ‘Dobe’ Carey Jr. y John Agar), ambos tenientes en fase de formación, y los dos sargentos más carismáticos del fuerte (Victor McLaglen y Ben Johnson). Lo más llamativo del guión es, además de la ausencia de clímax bélico (el encuentro con los indios no pasa de alguna que otra escaramuza y de la presencia de los restos de combates anteriores), que la misión de la caballería termina en fracaso. Brittles no logra impedir la reunión de enemigos, ni la llegada de los rifles, ni tampoco consigue poner a salvo a las mujeres.
No es el argumento o la trama guerrera lo que más importa a John Ford en esta historia, sino el retrato de la vida de los soldados, y de la realidad a la que se enfrentan cotidianamente. No faltan algunos de los guiños característicos de los westerns de Ford (el ritual del baile de oficiales, las peleas regadas en alcohol irlandés, el guiño cómplice y en clave de reconciliación a los confederados derrotados en la guerra civil, las “conversaciones” del protagonista con su esposa fallecida y enterrada en el cementerio del fuerte, el sentido del humor, la presencia de inmigración europea, la voz en off que ensalza el papel de los soldados como avanzadilla de la “civilización americana” en una tierra salvaje e inhóspita, todos ellos teñidos del sentimentalismo tan querido al director), pero el cineasta busca primordialmente reflejar la abnegación del militar profesional personificando su espíritu de sacrificio en el personaje de Brittles, tan fuerte, competente y disciplinado como tímido, vergonzoso y coqueto (la secuencia del reloj de plata, en la que intenta disimular tanto el hecho de que se haya emocionado como el de sacar las gafas del bolsillo para poder descifrar la inscripción, u otra menos evidente pero ejemplar en este aspecto, cuando el personaje de Dru lo sorprende hablando con su la lápida de su mujer).
El tono agridulce dominante en la mayor parte de los 106 minutos de narración, en la que las amarguras son constantes, las carcajadas están ausentes, y las sonrisas se congelan en muecas de resignación y nostalgia, viene subrayado por el magnífico uso del color que el operador Winton C. Hoch. Ford despliega en cada fotograma una enorme belleza plástica, en la que su talento para la composición de planos viene refrendada por un uso perfecto del color y, especialmente, de la luz. Memorable, por ejemplo, la secuencia de la tormenta (rodada bajo los rayos y los truenos por Ford y Hoch, cuando éste se aprestaba ya a desmontar los arcos fotovoltaicos y el material eléctrico a fin de no atraer al aparato eléctrico de la tormenta), en la que la columna de caballería marcha a pie para que el cirujano pueda operar al soldado herido por una flecha. La imagen de los uniformes azules sobre el terreno ocre, bajo el cielo azul surcado de culebrillas y relámpagos, con el murmullo de los arreos, los cintos y el metal de sables y armas roto por el estallido de los truenos, constituye una de las cimas del cine en color de toda la década de los 40.
Levemente desequilibrada (y caramelizada) en su conclusión -el epílogo de la jubilación de Brittles, su ausencia en la última fase de la misión, su participación a título personal en la acción decisiva, y su reenganche como teniente coronel de exploradores autorizado por los generales Sherman, Sheridan y Grant (presidente de los EE.UU.), con el añadido del recuerdo al general confederado Robert E. Lee, nuevo punteo de reconciliación fordiana- la película resulta en su conjunto una obra mayor, en la que lejos de alimentar estereotipos (no sólo en cuanto al género en sí; también en cuanto al papel de la mujer, una Mildred Natwick que se emborracha y canta como un soldado más, y una Joanne Dru que alcanza el pañuelo a George O’Brien para que sea éste quien llore a sus anchas) u ofrecer una historia encasillada en los cánones tradicionales (principio, nudo y desenlace), Ford presenta un fresco de la vida cotidiana en el marco de la última frontera de Norteamérica, un tributo a la construcción del país en el que, aunque los indios aparecen, una vez más, como mero pretexto narrativo, despersonalizados, reducidos a una presencia salvaje y cruel, un elemento más a vencer de las adversidades de la naturaleza, destaca, sobre todo, la belleza cromática y la composición poética de cada encuadre.