Revista Arte

Lectura crítica y lectura ingenua

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Lectura crítica y lectura ingenua: dos maneras de comprender las obras literarias

Para que las obras literarias completen su circuito natural, necesitan de la ineluctable intervención del lector. Sin embargo, no todos los lectores realizan el mismo tipo de lectura.

En este artículo hablaremos al respecto.

En uno de sus trabajos más difundidos, el crítico y poeta español José María Valverde arriba a la siguiente conclusión: "La literatura, pues, no sirve para nada, y sin embargo, para quien la disfruta es, como dice el mismo Proust, la verdadera vida, la posesión más honda de sus días y de su mundo"[1]. Honestamente, no creo poder estar más de acuerdo con esta afirmación; sin embargo, para comprenderla en toda su amplitud, sospecho que es preciso haber tenido antes un contacto con las grandes obras literarias.

El contacto al que me refiero -de acuerdo con lo que indican numerosos tratados literarios- está determinado por tres momentos o fases: , interpretación y apreciación. Desde cierto punto de vista, podemos decir que al primer momento le corresponde la filología; al segundo, la ciencia literaria, y al tercero, la estética. La sola preparación de los materiales, tarea de la ciencia filológica, supone un primer contacto con la obra, como también es un primer contacto la lectura. La ciencia literaria nos permite ir más adelante, es decir, interpretar aquello ya leído. La estética, por su parte, nos proporciona los medios para determinar si nos hallamos frente a una obra de valor.

Pero ¿tiene la obra literaria un único sentido? Pues bien, creo que hay dos respuestas posibles para esto: por un lado, podemos decir que sí, que detrás de toda obra hay un sentido único; por el otro, podemos decir que la obra literaria tendrá tantos sentidos como interpretaciones puedan darles sus lectores, que, sin ir más lejos, es el criterio que en la actualidad la maneja. Ahora bien, hay que reconocer que, en lo que respecta a la primera opción, los críticos que la defienden no han sido demasiado consecuentes. Al respecto, el profesor Hugh Lloyd-Jones señala lo siguiente:

Los filólogos han gastado mucha erudición e ingenio para trazar el desarrollo con profundidad ética desde Homero a Hesíodo, y desde Hesíodo a la poesía lírica y a los elegíacos arcaicos, de la lírica a Esquilo, de Esquilo a Sófocles. Muchas de sus obras no guardan ninguna relación con lo que se dice en estos textos, sino que es producto de la insistencia del siglo XX en el progreso de todos los campos.[2]

Lo que el erudito inglés explica sobre la interpretación que se le ha dado a buena parte de la literatura griega puede perfectamente aplicarse a otras literaturas. Esto significa, en primer lugar, que la crítica se ha limitado, en muchos casos, a colocar en un "lecho de Procusto" a la literatura, haciéndoles decir a las obras literarias cosas muy distintas a las que originalmente decían; y en segundo, que lo que hoy llamamos el "sentido" de una obra puede ser producto de la reflexión de un crítico que ha proyectado sobre ella su propio mundo moral o intelectual.

No pretendo con esto descalificar a la crítica (sería tonto de mi parte), sino, en todo caso, señalar que un rasgo importante de la obra literaria es su ambigüedad, rasgo del que ni siquiera los críticos más dogmáticos pueden escapar.

Para lograr una cabal comprensión de la obra literaria, en definitiva, es necesario evitar que se fuerce su sentido. Hacerlo provocaría juicios precipitados, que, más tarde o más temprano, habría que rectificar -recordemos los fracasos de Eurípides en vida, el prejuicio que durante el siglo XVIII había contra Shakespeare o contra Calderón, etc.-. Pero ¿será suficiente con respetar la específica de cada autor, el sello inconfundible que sabe dar cada poeta a su obra? Sospecho que no. En un plano personal, el fenómeno de asociación de determinados textos con las vivencias del propio lector es, por así decirlo, inevitable.

El crítico y poeta T. S. Eliot ha sabido convertir en método su propio descubrimiento vivencial de la literatura. Esto es lo que nos dice:

El conocimiento de por qué Dante, Shakespeare y Sófocles ocupan el lugar que ocupan, sólo muy lentamente se alcanza en el curso de la vida. El deliberado intento de hacerse con una poesía que no nos es afín, y que, en algunos casos, no lo será jamás, es algo que requiere extrema madurez: una actividad cuya recompensa bien merece el esfuerzo, pero que no puede recomendarse a la gente joven sin grave peligro de amortecer la sensibilidad y de hacerse confundir el auténtico desarrollo del gusto con su ficticia adquisición.[3]

¿Puede la crítica, entonces, librarnos de esta incoercible propensión a otorgarle sentidos fraudulentos a una obra? En este punto, los mismos autores suelen mostrarse un tanto escépticos. Decía Rilke al joven vate con el cual mantuvo una célebre relación epistolar: "Con nada puede uno abordar menos la obra literaria que con palabras críticas"[4]. Y esto es así, como más adelante escribe el mismo Rilke, por la sencilla razón de que "la mayoría de las experiencias son inefables, y más inefable que nada son las obras de arte, existencias ocultas cuya vida perdura junto a la nuestra, que pasa"[5].

    Cuando la ingenuidad es aprovechada por los críticos

Todo nos invita a deducir que para comprender una obra literaria hay que tener en cuenta diversos factores, algunos de los cuales son incluso extraliterarios. No es extraño que, a veces, no podamos entender una obra en su totalidad si no conocemos lo que algunos críticos llaman la "cosmovisión del escritor". Pensemos, por ejemplo, en el Egmont de Goethe; para captar todo el sentido de esta obra dramática, hay que tener en cuenta el hecho de que su autor, como hombre ético que es, coloca a un nivel muy alto el principio de libertad y el de autoridad, pues es a partir de la oposición entre estos dos valores de donde surgen las distintas instancias de la vida política. No es casualidad, por tanto, que Goethe defienda la causa de su héroe, ya que este encarna sus más íntimas pasiones. Detrás de cada hecho -o más bien, en el fondo mismo de cada hecho- hay una idea estética y, a veces, una teoría y una doctrina completas, de las cuales el artista no siempre se da cuenta, pero que siempre prevalecen.

Asimismo, una lectura ingenua, es decir, sin el bagaje filológico e ideológico que suele acompañar a ciertos lectores preparados, puede hacernos comprender el sentido de una obra mejor que cualquier reseña crítica. El filólogo inglés Gilbert Norwood cuenta que fue su deseo de entender el significado etimológico del adjetivo aénaos, usado por Píndaro en su "Olímpica XIV", lo que lo llevó elaborar una interpretación simbolista del gran poeta griego. Como Norwood, cada cual habrá vivido sus propias experiencias, cada cual habrá descubierto el Mediterráneo a su manera. Recuerdo que, en cierta ocasión, leyendo un poema de Leopardi, me sorprendió hallar en una estrofa un pasaje que me retrotrajo a Petrarca. Algún tiempo después llegó a mis manos un ensayo del crítico italiano Cesare de Lollis donde se ponía claramente en evidencia la influencia petrarquista que había recibido el autor de los Canti. De Lollis, pues, corroboró mi apreciación, aunque, a decir verdad, en su estudio no aparece el pasaje que a mí me hizo entrever el parentesco. En suma, mi efímero descubrimiento, hecho al azar e ingenuamente, me permitió darle sentido a una obra de Leopardi.

[1] José María Valverde. La literatura: Qué era y qué es. Barcelona, Montesinos, 1982.

[2] Hugh Lloyd-Jones. Los griegos. Madrid,Gredos, 2004.

[3] T. S. Eliot. Función de la poesía y función de la crítica. Barcelona, Seix-Barral, 1955.

[4] Rainer Maria Rilke. Cartas a un joven poeta. Madrid, Alianza, 1978

[6] El ensayo al que me refiero es Il petrarchismo leopardiano, publicado en 1904. No conozco aún traducción al español.

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