El cielo puro, el sueño absoluto
Se lee mejor cuando no se espera leer. Tentado por las distracciones incluso. Leer cuando se puede hacer otra cosa. Leer en la parada del autobús. Uno puede calzar en la trama leída la trama ajena, la de los coches que progresan, la de los transeúntes desavisados de su función en la obra. La cosa leída cambia cada vez que se accede a ella. Como el río que registró Heráclito. Como el cielo cambiante. La literatura es un juego de luces. Los días en que no leo, los que no dan ninguna oportunidad, por pequeña que sea, ejerzo privadamente la apasionada voluntad de empacharme más tarde. No suele suceder. Luego los libros llegan con mansedumbre. Basta sentarse y desaparece ese ansia, esa especie de voracidad un poco enfermiza de compensar los ratos perdidos, el placer sacrificado. Por eso fascina al hombre de la fotografía. Lee contra la idea de que no es un lugar propicio para la lectura. Se lee siempre contra la idea antigua de que leer no es una actividad social, una de la que pueda extraerse un fin comunitario. Lees mucho, me decía mi abuela, un poco recriminando y otro poco, venido a la par, aleccionándome contra los males de todos los excesos. No leo como antes, no sé si alguna vez dispondré de las condiciones idóneas. Sigo de vez en cuando emulando al señor de la fotografía. No es un hecho planeado: sucede. A veces es uno mismo quien se sorprende leyendo, cuando hay otros asuntos a los que dedicarse. Anoche, desvelado, me levanté y me acabé la novela en la que ando (El cielo protector, Paul Bowles) Sé que me acosté feliz. Había decidido sobre el tiempo, sobre cómo nos maneja y guía. Fue una suerte de pequeña e intrascendente victoria doméstica, y me alegró mucho. No soñé con el desierto. Hubiese estado bien que el libro se instalase en el sueño. El cielo puro de la noche absoluta, como siente Kit en su cabeza cuando se retira. Bowles era un enamorado del paisaje. Bowles escribe como si todavía estuviese sucediendo lo que nos cuenta.
Uno, los otros
Uno ejerce a solas el oficio de la crítica. No hay nada que escape a esa criba íntima. Más que recrearnos en las manifestaciones artísticas o en las relaciones personales, nos deleitamos en aplicar a conciencia la inspección. En lo que se esmeran nuestros sentidos no es en el disfrute, en el goce puro y limpio, sino en la evaluación, en reprobar mayormente. Se busca el roto del otro, la puerta por la que acceder a sus debilidades. No existe (no como debiera) el aprecio por las bondades de quienes nos rodean. Al verlas, cuando las advertimos íntegramente, sin contaminación, se rebajan, no se dan por sublimes; jamás (o en muy pocas ocasiones) se manifiesta ese halago. Se adquiere así un estado de superioridad que no se detentaría si obráramos con más cautela, reservando la opinión o, en todo caso, no alardeando de ella.
Los años gastados
La edad es siempre cosa de otros. La mía no se resiente si me la echan en cara. No tengo conciencia de que todos esos años sean de mi propiedad. En realidad, no sé cuáles fueron de verdad míos. La felicidad es una propiedad prestada. Se tiene, se suelta, se aleja, regresa. Hasta dentro de un solo día es posible comprobar esa montaña rusa formidable de estados de ánimo. Uno cumple años sin que intervenga la voluntad de hacerlo. No hay nada que nos distingue de quien ayer era un día más joven. Al tiempo se le encomiendan las cosas que nosotros mismos no nos aventuramos a hacer.