Aquel que cree disturbios en su casa heredará el viento: y el tonto se convertirá en el sirviente del sabio de corazón.
(Libro de Proverbios, cap. 11, ver. 29)
En 1925, John Scopes, un profesor de una escuela secundaria del estado de Tennessee, fue condenado por un tribunal acusado de inclumplimiento de la ley que obligaba a explicar las teorías creacionistas como único origen del universo. Scopes había cometido la “locura” de difundir en clase los principios del darwinismo y, denunciado por algunos padres, acabó protagonizando un proceso judicial, conocido por el “Juicio del Mono”, que, convertido por el periodista H.L. Mencken en causa nacional desde los titulares de su diario, y con dos celebridades jurídicas del país, el fiscal ultraconservador, héroe de guerra y candidato a la presidencia en ciernes William Jennings Bryan, y su antiguo amigo y ayudante de campaña, el abogado Clarence Barrow como defensor, alcanzó cotas de gran popularidad y de decisiva importancia y profundidad en cuanto al grado de debate sobre las esencias constitucionalistas de los Estados Unidos que se alcanzó durante las sesiones del juicio. En 1955, y como respuesta a las persecuciones ideológicas del maccarthysmo, Robert E. Lee (no confundir con el famoso general confederado, aunque resulta irónica la coincidencia, y también notable, dada la naturaleza del caso y las animosidades implicadas en él) y Jerome Lawrence estrenaron en Broadway la obra teatral, inspirada en este hecho real, titulada Inherit the wind (Heredarás el viento), que Stanley Kramer llevó al cine en 1960 conservando las esencias contestatarias del texto teatral.
En la película de Kramer, el profesor Bertram T. Cates (Dick York), un hombre bonachón y sencillo que está prometido a la hija de un gran hombre de una localidad del profundo Sur del país (una nota importante para introducir otras cuestiones anejas a la tratada en el juicio: las relaciones Norte-Sur, el resentimiento latente desde los tiempo de la Guerra de Secesión, la cuestión de la esclavitud con la paralela cuestión, en el momento del rodaje, del surgimiento de los movimientos por los derechos civiles y la llegada de Kennedy a la Casa Blanca…), es acusado y procesado por explicar las teorías de Charles Darwin a los alumnos del instituto, los cuales las asumen con toda normalidad dentro de su programa de estudios. El escándalo subsiguiente, instigado por las clases más conservadoras de la localidad apoyándose en una obsoleta ley decimonónica, despierta el interés de E. K. Hombeck (Gene Kelly), director de un periódico de Baltimore (estado de Maryland, es decir, del Norte) en cuyos titulares comienza a publicar una campaña de gran calado jurídico y político en favor del profesor, de la libertad de expresión y en contra de la ley que obliga a explicar el creacionismo y otros comportamientos y normas limitativos de derechos. El revuelo formado, el cierre de filas en torno a lo que en la ciudad se considera una nueva intromisión -casi una agresión- por parte del Norte, en los asuntos del Sur, lleva a los promotores del juicio a apelar al famoso fiscal y probable candidato a la presidencia, Matthew Harrison Brady (Fredric March), para defender la acusación y también la legislación aplicable. Hombeck contraataca contratando al gran abogado Henry Drummond (Spencer Tracy) -y amigo personal del matrimonio Brady, con el que trabajó largamente en el pasado y del que se apartó por un hondo debate de principios políticos y jurídicos- para ocuparse de la defensa del profesor. El juicio, que centra la atención de toda la localidad y de medios periodísticos de buena parte del país, da lugar para analizar, censurar y reivindicar distintos comportamientos sociales y distintas normas jurídicas, al mismo tiempo que se ponen de manifiesto los principios básicos que -se supone- sirven para asentar la democracia americana.
Como suele suceder con el cine de Stanley Kramer, el exceso prima sobre el conjunto. Sus películas suelen resultar algo alargadas -normalmente, con artificiosidad-, 127 minutos en este caso, lo cual regularmente conlleva altibajos de ritmo, desequilibrios de intensidad narrativa. La herencia del viento no es una excepción, aunque se soporta fenomenalmente en la labor interpretativa de sus protagonistas. Fredric March, Oso de Plata al mejor actor en Berlín por su personaje, está sobresaliente como encarnación de la vieja gloria política de la localidad, retórico, exaltado, histriónico, consiguiendo levantar un presonaje dibujado (imaginamos que debido a la simpatía de los autores con las posturas del defensor) con tonos excesivamente caricaturescos, satíricos, paródicos, aunque su final resulta anticlimático con respecto al conjunto de la trama. Spencer Tracy, ya en la recta final de su carrera, nominado nuevamente el Oscar, cumple adecuadamente con su personaje, el abogado eficaz de sólidos principios que defiende la ley y una interpretación abierta y democrática de la misma por encima incluso de sus opiniones personales, las cuales tiene el buen juicio de mantener a buen recaudo mientras se ocupa del ejercicio profesional. Gene Kelly está espléndido (sin dar un paso de baile) como periodista mordaz, sarcástico y un pelín interesado -al fin y al cabo, él está ahí para vender periódicos… o quizá para algo más-. El reparto se completa con Harry Morgan como juez, siempre correcto, siempre eficiente.
La película, como es de esperar dada su temática, de pie para oportunas y contundentes reflexiones en cuanto a temas como la libertad religiosa y la libertad para no seguir religión alguna, la libertad de pensamiento y de expresión, el papel de la religión en la sociedad y en la cultura, así como su incapacidad -por lo general-, dado su carácter cerrado, dogmático y anulador del pensamiento, para adaptarse a la realidad resultante de los nuevos tiempos. No obstante, todas estas cuestiones quedan tratadas de una manera un tanto superficial, confundidas a menudo entre las tensiones de las relaciones personales entre los protagonistas (el pasado entre fiscal y abogado, el romance roto entre el profesor y su prometida), diluidas por la intención de Kramer de no hacer una película de tesis. Al hilo de esta cuestión, los guionistas y el director parecen haberse decidido por una imposible equidistancia, por la búsqueda de lugares de entendimiento, de sinergias, de intersecciones, entre los postulados de la fe y los de la razón (el plano final, con Tracy tomando en una única mano El origen de las especies y La Biblia, señalando simbólicamente así una más que discutible complementariedad ideológico-científico-espiritual, es ilustrativo de esta intención), lo cual repercute en una falta de garra en las secuencias situadas en el tribunal. Dada la prohibición del juez al abogado Drummond para la utilización como prueba de testimonios y documentación cientificos que desmonten una por una las creencias y falsedades establecidas e inoculadas durante siglos por la Iglesia (o las Iglesias) a las personas para conseguir el control de sus mentes y el dominio de sus actos, el letrado decide utilizar la propia Biblia, único texto admitido por el juez para dirimir la cuestión dado el carácter literal de la ley del estado, para atacar las incongruencias e inconsistencias del fanatismo religioso y la extrema ridiculez de su pretendida traslación a la vida práctica real. Sin embargo, las argumentaciones utilizadas son esquivas, blandas, superficiales, más basadas en los desencuentros de los abogados en sus relaciones personales (Brady termina siendo el “testigo estrella” del abogado defensor) que en la naturaleza esencial del asunto, con manifiesto ánimo de no herir la sensibilidad religiosa de los potenciales espectadores, y sin dar satisfacción real, por tanto, a quienes analizan la cuestión desde el punto de vista racional, el único válido, que se sepa, sin que haya podido nadie demostrar lo contrario en los últimos miles de años, para conducirse en la vida real. Estos momentos carecen igualmente de la habitual tensión creciente y de los explosivos clímax propios del cine judicial, y continuamente bordean las cuestiones sentimentales y personales de los protagonistas.
Con todo, se trata de una película estimable en cuanto a su reparto y a las líneas generales de la historia, más que conveniente, por ejemplo, en un país como el nuestro, donde todavía las burdas teorías creacionistas y la religión se utilizan como instrumentos políticos de dominación, como patéticas excusas para la limitación de derechos y como vehículo para el mercadeo, el negocio y los apetitos mercantiles de un estamento, el religioso, y sus adláteres, que sin duda han sido -y en buena medida, siguen siendo- el principal cáncer histórico de España, causa fundamental de su secular retraso moral e intelectual, y no pocas veces motivo de vergüenza y oprobio. Un país donde muchos todavía consideran, absurdamente, el catolicismo como seña de identidad nacional, como marca de nacionalidad. Un país retrasado, en suma, en el que demasiados creen demasiado en la Iglesia -o les conviene hacer como que creen, más bien, empezando por la propia Iglesia-, pero muy pocos -y éstos nos merecen todo el respeto- creen de verdad en Dios.