-Me llamo Estela y soy tu mejor sueño- les digo al entrar. La visita de una mujer guapa a media noche les recuerda que han sido jóvenes. Los enfermos me miran como si fuera un artículo de lujo, embelesados ante mi rostro altivo y mi piel fresca de adolescente.
Puedo ser rubia o morena, eso depende de ellos, pero mi voz es siempre grave, voz de oráculo que nunca se equivoca.
- Silencio, he venido sólo para ti- les digo, y a continuación les explico quién soy y lo que espero de ellos. No deberían sorprenderse porque antes me han llamado o me han temido, pero mi presencia suele provocar reacciones extremas: los que son religiosos blasfeman. Los ateos maldicen su condición humana. Yo procuro mantener el control mirando a sus ojos intensamente, pero sólo los débiles ceden la voluntad al primer intento. Casi siempre he de recurrir a los fármacos. Llevo tantos años recorriendo hospitales que he aprendido a inyectar calmantes por vía intravenosa con la destreza de una enfermera.Algunos cuerpos jóvenes reaccionan a la medicación mostrando una súbita mejoría, y conscientes de su destino, piden tener sexo por última vez. Yo les concedo el deseo, les doy todo el placer que pueden soportar y si luego reclaman un poco de ternura, les acerco mi pecho que sabe a miel y a infancia.
Mis labios, que no están hechos para el beso, pueden besar, y mi boca, que no acostumbra a dar buenas noticias, sabe halagar con promesas de amor. Aunque no quiero a nadie, poseo la paciencia de una madre. Sé cantar una nana, dar unos azotes, inventar historias que acaban bien. Les digo, por ejemplo, que están a punto de caer en un profundo sueño y al despertar serán felices y comerán perdices. Ellos, exhaustos, miran mis pupilas que son dos piezas de obsidiana tan negras como mundos desconocidos. Hipnotizados al fin, creen todas mis mentiras. Ya no recuerdan quién soy.