Es un privilegio y un honor poder visitar estas tierras hermanadas con los albores del tiempo. Siento como si debiera postrarme en solemne genuflexión ante las fascinantes murallas líticas de Lesotho, que han visto transcurrir la vida durante tantos milenios.
Me siento como un vasallo a quien se le hubiera concedido la gracia de una audiencia ante el rey. Lesotho, que surge como tal en el año 1966, tiene genética boer y británica y rige su destino por medio de un sistema gubernamental de monarquía parlamentaria. Sus gentes han asistido ya a u cientos de golpes de estado.
La precariedad aquí tiene un oponente que se niega a claudicar: la ayuda humanitaria nunca falta, ni tampoco ingentes hordas de niños preciosos y sonrientes, que engalanan de sonrisas y bulliciosa alegría mi presencia en sus campamentos cochambrososo de hojalata.
A petición de mi leal seguidor, lector, Francisco Urbaneja, FUS, comentaré algo sobre las gentes que voy encontrándome en mi camino fascinante por Sudáfrica.
Los niños parecen vacunados contra el virus de la tristeza, y su sonrisa espontánea y sincera es como un regalo o un tesoro perdido que uno hallara de repente en el mismo corazón de una jungla impenetrable. La gente con que me topo en este periplo por tierras lejanas es cordial y cercana, afable y curiosa.
Rebosan alegría, como si su situación depauperizada fuera un mal menor o un rumor distante que no pudieran oír. Quieren saber, tocarte, sentir tu presencia e interactuar con tu mundo ignoto y foráneo.
Son gentes hospitalarias que tienden la mano sin hipocresía ni segundas intenciones. Viven su vida en contacto permanente con los suyos, con sus raíces, de lo que se sientes profundamente orgullosos. Aquí revive uno la felicidad en estado puro, que proviene del contacto con la naturaleza y el clan familiar.
No hay ambición ni codicia, todo es espontáneo y cándido, placentero y ameno. Nadie es más que nadie, la gente parece feliz en su precariedad absoluta, se adaptan al medio y disfrutan de lo que les ha regalado la vida sin amargarse por aquello de lo que carecen.
Lo que yo he aprendido del contacto directo con los sudafricanos es que: "cuando todo va bien, puede ir mejor. Si algo se tuerce o va mal, sólo puede ir a peor".
Siguiendo en esta estela completamente subjetiva, testimonial-personal, la impresión que me llevo es que son sus gentes poco resolutivas, no tanto holgazanas como indolentes, desorganizados y exentos de responsabilidad, nada importa, nada debe tomarse con apremio ni demasiado en serio.
Es en estos casos cuando más he tenido la certeza de hallarme en un país subdesarrollado, por mucho que nos engañe el boato prepotente de Ciudad del Cabo.
En Lesotho Veo muchos niños y púberes que parecen almas expulsadas del edén; se les niega una infancia de juegos e inocencia para avocarlos directamente a las faenas durísimas del campo. La tasa de escolarización está sobre el 30-40%. Los niños albergan sueños de grandeza, aunque después la realidad los enjaula en arduas faenas agrícolas o mineras.
Veo muchos niños trabajando de sol a sol en campos agostados y pienso en su infancia robada. Aún así, sonríen y jalena, dan brincos de alegría y ondean su mano cuando me ven pasar. Para ellos soy un espejismo, la culminación de sus sueños, "un visitante del país de la fortuna".
