Ley de Murphy

Viernes a la hora de comer. Exactamente las 15′30. En la calle más comercial del centro de Cádiz. Una calle tan ancha, en relación con el resto de las del casco antiguo, que de llamarse Duque de Tetuán pasó, por la costumbre popular, a llamarse calle Ancha. Además es peatonal, y no tiene aceras elevadas. El suelo es uniforme de lado a lado de la calle. Por la hora, está absolutamente vacía.

Enfilo la calle por un extremo. No camino por el centro, sino más bien pegada a uno de los lados, para echar un vistazo a algunos escaparates. Por el otro extremo aparece una niña de unos nueve años subida en un patinete. Va más bien cercana al lado de la calle opuesto a mí.

Nos vamos aproximando poco a poco. Parece imposible que cuando nos crucemos llegue a estar siquiera cerca de mí. Hay espacio suficiente como para que entre ella y yo desfile un batallón de la Legión.

Pero existe una cosa que se llama la Ley de Murphy. Y la prueba es que hoy tengo un hermoso moratón en mi brazo izquierdo, huella del manillar del patinete rosa de la niña.

Con esa puntería la criatura hubiera sido la reina de los francotiradores en la guerra de los Balcanes.