Cuenta la leyenda que quisieron verlas brillar y que se recortaran sobre el cielo azul de Teruel. Pidieron que se construyeran dos torres, esencia mudéjar de la ciudad.
Y que fueran bellas, perfectas y muy sólidas para que permanecieran así durante siglos. Para que llegaran hasta nuestros días y pudiéramos seguir contemplándolas.
Y eligieron para ello a dos de los mejores alarifes de Teruel: Omar y Abdalá. Dos jóvenes que eran buenos amigos. Los dos tenían la misma edad. Se habían conocido siendo aprendices y llegaron a ser reconocidos oficiales.
Aquél día habían sido muy afortunados porque se les había ofrecido la oportunidad de crear la mejor obra de su carrera profesional.
Abdalá era un buen maestro. Se había ganado la admiración de muchos jóvenes que querían aprender sus conocimientos. A él se le encomendó la construcción de la torre a la que llamarían El Salvador.
Omar también era un gran arquitecto. Sin embargo su carácter seco no caía bien a todos sus trabajadores. A este alarife le encomendaron la creación de la torre de San Martín.
Ese día tan especial para estos dos jóvenes resultó ser una jornada fría de invierno. Lloviznaba y los callejones de Teruel se hallaban desprovistos de gente que osara caminar entre aquellos barrizales.
Abdalá disfrutaba con la lluvia. Le encantaba chapotear entre los charcos. Sin embargo, aquella tarde su mente estaba muy lejos de aquel paseo. Estaba preocupado. Sabía que era una empresa de gran responsabilidad que le iba a exigir mucho tiempo y dedicación. Pero se encontraba decidido a construir la torre más hermosa de Teruel.
…Y la imaginaba brillar con sus azulejos vidriados durante el sol del mediodía…
Omar, por el contrario, se había refugiado en su casa. Se encontraba frente a unos planos que ya había comenzado a rectificar. Aquellos mismos que había presentado ante el concurso de las torres. Sabía que Abdalá era un buen diseñador. Así que su torre tenía que ser la más elegante. Decoraría su fachada con más arquillos. Y crearía mucho movimiento con los ladrillos formando estrellas y lazadas.
Comenzaron a transportar todos los materiales solicitados por los alarifes con carros, caballos y mulas. Las dos torres iban a estar separadas y tenían entradas diferentes desde el exterior de la ciudad por lo que el trasiego de comerciantes, artesanos y obreros no iba a perjudicar en exceso la vida diaria de los turolenses.
Al principio, los dos alarifes se visitaban varias veces al día. Aunque algunos decían que era para estudiar los avances de la otra torre. Sin embargo, al terminar la jornada los dos se marchaban juntos a su hogar.
Una de las tardes en las que la temperatura era muy agradable estaban tan absortos en sus comentarios que no se dieron cuenta que se habían desviado por una de las calles que conducía a la otra parte de la ciudad. Llegaron a una plaza con una fuente en el medio y un palacio en una de las esquinas.
Y en uno de los balcones de esa casa vieron a una muchacha que les obligó a detener la conversación. Los dos callaron para observar lo que estaba haciendo.
Zoraida tenía quince años y decían que era la muchacha más hermosa del barrio musulmán. Había crecido al amparo de su padre y de su aya que se había encargado del cuidado de la niña desde que su madre fue víctima de la epidemia de la peste.
Como cada tarde había salido a su pequeño balcón para arreglar las florecillas que decoraban la rejería. Mientras, gustaba observar a todos los que pasaban por la plaza. A los que andaban muy deprisa o iban subidos en carros gritando a quienes se cruzaban en su camino para que se apartaran.
Le encantaba mirar a los niños cuando tiraban las piedrecillas a la fuente y como reían cuando las ondas del agua chocaban unas con otras.
Y asomada al balcón, Omar y Abdalá la vieron. Y algo hizo que no volvieran a retomar su conversación. Todas las tardes los dos alarifes regresaban a su casa juntos. Y tanto el uno como el otro, como si de un despiste se tratara, dirigía el paso del otro hacia el palacio de Zoraida. Por si la veía asomada a la bella rejería. Por si ella le miraba.
Omar y Abdalá se habían quedado prendados de Zoraida, tanto, que los dos amigos dejaron de regresar juntos a sus casas.
Tanto, que el uno y el otro, decidieron visitar al padre de Zoraida para pedir la mano de la muchacha.
- La mano de Zoraida la concederé a aquel de vosotros que antes termine su torre y que, por supuesto, sea la más hermosa de Teruel- zanjó la conversación el padre de la muchacha.
- Difícil cosa nos propones- dijo Abdalá - pero el amor de Zoraida merece todos nuestros esfuerzos.
-Pues así sea- dijo Mohamed desapareciendo de la estancia.
Mientras el padre subía hacia sus aposentos, la voz temblorosa de Zoraida hizo que se acercara apresuradamente a su habitación para preocuparse por ella.
Sin embargo cuando la percibió con nitidez no entró y prefirió quedarse tras la puerta escuchando.
- No sabéis lo que estáis diciendo. Casi ninguna mujer ama a su marido cuando la desposa. Es mucho más tarde cuando el amor florece- dijo la mujer muy seria mientras cepillaba el cabello de Zoraida.
-¡No me convences aya mía! A Judit la casaron hace un año con un hombre al que no amaba y ya no sale a los jardines. Tenemos que acudir nosotras a verla. Y casi nunca habla. Siempre nos vamos de su casa con un gran pesar por verla así. Aunque ella no nos cuenta nada, todas sabemos que algo no va bien.
-Bueno, bueno, muchacha. Estás muy rebelde- dijo el aya dejando el cepillo en el alféizar de la ventana.- Estas amistades tuyas no sé si te benefician. Siempre ha sido así y así hay que cumplir. ¡Piensa que en todo este tiempo igual hasta te enamoras!
Cuando Zoraida se hubo acostado la mujer tapó con las mantas el cuerpo tembloroso de la muchacha que se había escondido entre las sábanas. La escuchó sollozar.
Se acercó a aquel balcón y corrió las tupidas cortinas para que los ruidos nocturnos de la calle no perturbaran el sueño de la muchacha. Posiblemente iban a pasar muchas noches hasta que fuera de nuevo capaz de conciliarlo…
Y los dos alarifes tomaron una decisión: taparían su construcción con andamios y telares para evitar que el otro conociera la evolución y pudiera copiar su obra.
Abdalá era un joven amable y poco hablador. Sin embargo, tenía esa valiosa cualidad de que con pocas palabras, sus trabajadores ya sabían lo que él quería. Nadie hablaba mal de él. Y si alguna vez tenía que ordenar algo siempre lo hacía con respeto y en buen tono.
Muchos de los obreros de Omar bromeaban diciendo que la mirada que tenía inquietaba hasta los mismísimos ladrillos. Su tono de voz era normalmente irónico.
Solía expulsar a todo aquel que le propusiera alguna solución arquitectónica diferente a la que él planteaba. Todos lo sabían: aquél que era mirado con desprecio había dejado de ser de confianza. Por eso se convirtió en el más criticado por los turolenses.
Controlaba todo. Ordenaba que se contaran los ladrillos y maderas de cada carro que llegaba diariamente a los pies de la torre de San Martín. Ignoraba cualquier súplica personal de sus trabajadores. Tal fue su obsesión por terminar la torre antes que contrató a un maestro de obras para que dirigiera el trabajo durante la noche. Sin descansar, día y noche.
Para proteger la obra y el material de los posibles ladrones, Abdalá, estableció un turno de noche. Algo muy duro sobre todo en invierno ya que la temperatura estaba siempre bajo cero grados. Todos los días desde las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana, los guardas que custodiaban la torre no dejaban de pasear por ella y los alrededores para combatir el frío y vigilar todos los rincones.
Pero había algo que les delataba su posición y que les hacía más vulnerables. Los pobres hombres se veían obligados a encender numerosas fogatas para calentarse y desentumecer el cuerpo.
Parecía que dentro de la torre había chispas bailarinas que se desplazaban de lugar. Unas veces en la planta baja, otras en la más alta. Flotaban en la oscuridad y daba a la noche un resplandor especial. Si por aquellos callejones andaba alguna persona sabía que de alguna forma no estaba tan sola.
Pasaban los días y las dos torres iban ganando altura.
Y conforme fue avanzando la primavera, los días de frío, lluvia y densa niebla fueron dando paso a otros de intenso cielo azul y calor reconfortante.
A los dos alarifes les encantaba asomarse por algún hueco de su obra para contemplar la salida del sol entre aquellas montañas que tenían cercanas.
Cada vez la vista abarcaba mayor horizonte y eso a los dos alarifes les inspiraba a seguir sin desfallecer por ello. En la torre de San Martín se rumoreaba que podía existir alguna rebelión; que alguien podía causar serios problemas si sus órdenes no eran bien recibidas.
De todas las formas, los días se iban consumiendo y su torre se iba alzando mucho más rápida que la que construían los hombres de Abdalá. Muchos de los obreros que trabajaban durante la noche sabían que lo estaban haciendo sin precisión. Los hombres comenzaban a estar demasiado fatigados. Se llegó a rumorear que Omar trabajaba mucho mejor y así lo demostraban los turolenses que se concentraban mayoritariamente en la torre de San Martín.
Abdalá seguía sin desfallecer. Incluso agradecía que no se concentraran tantas personas a su alrededor. Sus trabajadores así no se distraían.
Y un buen día, Omar anunció que iba a comenzar a retirar los andamiajes porque su torre, la más hermosa de Teruel, ya estaba terminada.
A la vista de gran parte de la población, los trabajadores fueron levantando los andamios que habían tapado la torre de San Martin.
Y de pronto apareció una altísima torre, muy bellamente decorada que dejó a todos los turolenses asombrados.
Se escucharon aplausos, vítores, enhorabuenas… Con muchas mediciones calculadas en su estructura, aquellos ladrillos de barro, las vigas de madera, los azulejos vidriados, las ventanas con arcos, las estrellas de ocho puntas, las columnillas…
Pero Omar, que se encontraba alejado de todo el jolgorio, de pronto palideció. Comenzó un paseo desesperado de un lado a otro para contemplar la torre desde diferentes perspectivas…
Se colocara donde se colocara ¡estaba inclinada! Muy elegante su fachada, sí…pero su estructura se había asentado mal y la torre se encontraba torcida.
Sabía que los jueces se iban a dar cuenta inmediatamente del gran error. Haber trabajado sin descanso y sin haber dejado que fraguara el barro le había jugado una mala pasada.
El trabajo de años se hallaba torcido. Y su ilusión de ser el constructor de la torre más hermosa de Teruel y de obtener la mano de Zoraida, también.
Más alejado y medio escondido entre una esquina de la plaza se encontraba Abdalá. No podía creer que la torre de San Martín fuera tan similar a la que estaba construyendo.
Admiró su belleza. Un gran trabajo de Omar. Y si en algún momento antes de destapar la torre había llegado a pensar que Omar había sido más inteligente y constante que él, cuando la vio destapada se dio cuenta que San Martín estaba inclinada. Así que regresó sobre sus pasos hacia la torre del Salvador y ordenó a sus trabajadores que siguieran trabajando tranquilamente porque nada estaba perdido.
Y quiso que brillara en el cielo de Teruel. Y optó por rematarla con un bellísimo cuerpo de campanas para conceder a la ciudad un sonido melodioso y alegre. De esa forma mostraba a todos su gratitud.
Las mismas campanas que sonaron durante años mientras Abdalá y Zoraida paseaban de la mano por las calles de Teruel.