Ayer se celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Como decía hace unos días, hay días internacionales para casi todo y casi todos, siempre con un mínimo común denominador: el riesgo de caer en el olvido. La libertad de prensa no sufre este riesgo. Es algo peor: se desdibuja y llega un día en que creemos que la libertad de prensa es esto, y lo celebramos, claro. El movimiento es apenas imperceptible y se produce a base de pequeñas salpicaduras que se van agrandando como una mancha de aceite en un tejido tan permeable como el social.
Curioso que sea precisamente hoy cuando se celebra la libertad de prensa: miles, millones de periodistas en todo el mundo tuitean y retuitean, postean y repostean, repiten y reverberan un mensaje orquestado hasta el más mínimo detalle, pese a lo zafio de las formas. Agridulce celebración ésta, sobre todo si recordamos que, en lo que va de año, han muerto 18 periodistas en conflictos armados (¿armados por quién?) y el español Manu Bravo sigue preso en Libia, y cuando miles de periodistas mueren aquí por dentro engrosando las filas del paro y los bolsillos de economistas metidos a líderes de opinión, cuando la precariedad laboral es el pan nuestro de cada día y los pagos a los colaboradores vampirizados se diluyen con el fogonazo de la factura de la luz.
Ya se preparan renovadas medidas de seguridad ante futuras represalias por la presunta muerte de Bin Laden. Yo, que creía que podría llevar gel, champú, mi ansiado acondicionador en la maleta y una navaja para cortar la comida que no me da Iberia, y resulta que ahora seremos más sospechosos que nunca. ¿Y la libertad? Ah, sí… de mercado.