Como otros tantos aspectos del diseño, la profundidad de un videojuego crece enormemente si se permite al usuario tener cierta libertad en sus acciones. No es mi intención tomar por gilipollas al lector a la primera de cambio, pero es que ya en la primera frase de este texto existe una terrible mentira, pues no es objetivamente correcto decir que somos libres en un entorno digital. Por muy amplio que sea el abanico de acciones inmediatas a realizar, sería más correcto hablar de linealidad y anchura del canal unidireccional de acciones que nos llevan a un hipotético fin de la partida. Dependiendo del camino que prosigamos a lo largo de ese canal, seremos únicos y exclusivos espectadores de una experiencia creada por nosotros mismos, pero fruto de una serie de variables que hemos escogido en un orden de entre todos los posibles.
En un principio, y debido a la evidente dificultad de implementación que suponía, un videojuego se conceptualizaba como una sucesión rígida de eventos que en muchos casos no era más que la repetición cíclica de la misma situación a resolver con una cadencia de respuesta cada vez mayor. Siendo terriblemente tópicos, Space Invaders es un gran referente de lo expuesto. Nuestra “libertad” queda limitada a la capacidad por mover la nave lateralmente y efectuar disparos en el orden que queramos, pero el objetivo es el mismo, acabar con la oleada de naves alienígenas y como complemento para expertos, arrastrar unas cuantas naves de las que aparecen en la parte superior para engordar algo más nuestra puntuación final. Y vuelta a empezar.
Precisamente el género de los matamarcianos (y perdonen que no use esos repelentes anglicismos) fue el que comenzó a diversificar las posibles acciones ampliando un poco el canal antes mencionado. Bosconian, un arcade de Namco de 1981 planteó la posibilidad de que la nave no se moviera a través de un canal predefinido estático, ya sea horizontal o vertical, sino que se ofrecía un gran mapeado por el que desplazarnos a nuestro antojo en cualquier dirección. El objetivo de cada escenario era destruir una serie de objetivos marcados en un mapa en el orden que quisiéramos. Tal propuesta es una ínfima variación del desarrollo en juegos que se solía ver por aquellos años, pero al poder elegir la forma de actuar personalizamos el juego a nuestro gusto, creando un vínculo con lo que vemos. Yo he decidido camino, y lo elijo a mi antojo, aunque realmente la máquina es la que me ofrece la alternativa. Una mentira bastante creíble y muchas analogías con nuestra vida cotidiana. Fantasear con la posibilidad de tomar decisiones en un entorno totalmente controlado por los de más arriba. Mucho miedo ahí.
En 1983 apareció TX-1, padre y madre de Outrun, que saldría dos años después copiando descaradamente la distribución del escenario de este, donde a medida que avanzamos por el circuito podemos elegir el camino a seguir entre las diferentes bifurcaciones que se nos presentan, concepto que abre la caja de Pandora del desarrollador y crea ese concepto tan difícil de manipular, la llamada – a falta de un término mejor – rejugabilidad. Hemos decidido el camino para llegar hasta el final, pero encontraremos cosas diferentes si cambiamos de parecer la siguiente vez que juguemos. El problema de la repetición es que la magia se pierde, y la sensación de haber llegado a la consecución de nuestros objetivos de forma original y exclusiva comienza a desvanece, ya que a medida que descubrimos las diferentes alternativas que podríamos haber llevado a cabo nos damos cuenta de que tampoco era para tanto. Delimitamos una caja finita de sucesos y con ello nuestra sensación de ser únicos.
Este desengaño se da en un sinfín de juegos que se presentan con el trillado slogan de “de tus acciones depende el desenlace”. Cuando nos aventuramos a jugar una segunda partida para comprobar las alternativas a lo vivido, en la mayoría de los casos nos damos cuenta que son minúsculas bifurcaciones en el canal que tan solo camuflan la pequeñez de los hilos que lo componen, engordándolo en cortas secciones. Pensemos en esa hipotética misión que nos encomiendan unos campesinos para protegerlos ante el ataque de unos bandidos. Podemos entablar conversación con el líder de los saqueadores para que los dejen en paz a cambio de unas monedas o directamente liarnos a mandobles hasta que haya sido desmembrada la última extremidad. El golpe de efecto radica en no saber el resultado de la opción que no escogimos. De saberlo, queda tan patente la igualdad del resultado que se pierde el interés y misticismo por escoger. En Quantic Dream, creadores de Beyond: Two Souls o Heavy Rain, recomendaron acerca de este último que tan solo se jugara a su aventura una vez. Sabían lo que decían, pues de hacerlo dos veces uno se daría cuenta que no existe libertad alguna, y que hagamos lo que hagamos seguimos un redil tremendamente estrecho pero adornado para que parezca una autopista.
De todas formas los hay que elaboran sus productos con tal entramado de hilos, cruces y nudos que casi no somos capaces de realizar el desglose descorazonador antes mencionado. Un gran ejemplo de ello es Fallout New Vegas, que dispone de tal cantidad de decisiones por tomar que para ser conscientes de las posibilidades del título debemos pasárnoslo cuatro veces para llegar a una conclusión totalmente diferente al llegar al final en cada una de ellas, además de sustanciales cambios en el desarrollo. Y no hablemos del denostado Alpha Protocol, posiblemente el juego más complejo a día de hoy en ese aspecto, donde directamente desconozco la cantidad de finales diferentes que tiene, llegando al punto de que dos personas que intercambien verbalmente las experiencias de sus propias partidas se darán cuenta de que algunos personajes que uno menciona como importantísimos para la trama son totalmente desconocidos para el otro. Esto de aquí delante es un diagrama de flujo que engloba gran parte de los caminos que podemos tomar en dicho juego. Prácticamente podemos saltarnos dos tercios del contenido sin ser conscientes de ello.
¿Cuál es el camino a seguir para romper las barreras que nos supone esa linealidad? Muy posiblemente la clave radique en la generación procedural de contenidos. Para los ajenos al campo del desarrollo, este tipo de programación se basa en el hecho de generar contenidos basándonos en un algoritmo que nos diga lo que queremos “a grandes rasgos” en vez de definir cada valor y detalle del juego explícitamente. De hecho, es un método cada vez más extendido en el ámbito independiente a la hora de engordar artificialmente un juego de contenido finito a partir de pura combinatoria y aleatoriead.
Supongamos que queremos modelar un bosque en que hay una cabaña y un torreón. Podríamos ponernos en el correspondiente editor de entornos tridimensionales a ubicar cada árbol y piedra, además de definir con exactitud la posición de dichas edificaciones, fundamentales para cumplir los objetivos del juego ya que en la cabaña está la llave que abre el torreón, albergando este a su vez el tesoro que buscamos. Si programásemos el entorno de forma procedural, la primera vez que entráramos al mismo haría que el algoritmo diseñado para su generación ubicara de forma aleatoria un montón de árboles y piedras esparcidos por el bosque y colocara los dos elementos clave en cualquier lugar del mismo. Tendríamos un bosque totalmente personalizado para nosotros, y ahí estaría la cabaña para coger la llave y el torreón donde utilizarla, pero nuestra partida sería totalmente única y exclusiva. Buen ejemplo de todo esto lo comento en este artículo sobre Spelunky para El Pixel Ilustre.
¿Han jugado a Minecraft? El mundo que se genera es totalmente aleatorio, regido tan solo por unas cuantas reglas de coherencia para que todas las posibilidades de generación entren dentro de lo factible y deseado. Es esa sensación de poseer algo sin igual lo que engrandece la experiencia. Pero no hace falta referirse a títulos tan actuales, este recurso se lleva usando desde hace mucho. Daggerfall, la segunda parte de la saga Elder Scrolls generaba un entorno de 487.000 kilómetros cuadrados transitables (y no me bailan los ceros) con más de 15.000 ciudades y 750.000 personajes no jugadores. Solo con imaginarse el modelar de forma estática todo ese material ya marea, por lo que todo el reino donde se desarrollaba el juego era generado con esta técnica, preservando todos los personajes y objetos claves para la trama pero ubicándolos de forma diferente según se generaran en nuestra partida. Pero claro, esa generación aleatoria es un arma de doble filo, ya que el libre albedrío en entornos virtuales es sinónimo de errores casi imposibles de predecir, y Daggerfall los tenía a patadas. De hecho, era común que ciertos errores impidieran seguir avanzando en la misión principal del juego, algo inadmisible.
Posiblemente ese miedo a la generación espontánea de errores es lo que ha acentuado la simplificación y estrechamiento de los videojuegos tras varios experimentos orientados sobre todo al mundo del rol, más propensos a la multilinealidad que otros. El acercamiento de recursos cinematográficos a estos lares que empezó a proliferar hace ya unos años está convirtiendo al jugador en un mero espectador de espectáculos artificiales orquestados al milímetro. Las ganas de volver a jugar se pierden, y la complicidad con el producto también. Todos ansiamos sentirnos únicos, es lo que nos hace sentirnos individuos irrepetibles y especiales. Interactuar con algo que solo tú puedes ver es una experiencia que debería potenciarse más en los videojuegos, aunque esa libertad no sea más que una mentira. Lo que importa es la sensación, no los métodos para llegar a ella.