Revista Cultura y Ocio

Libertas

Por Agora

Tal vez fue la católica ira que le desorbitaba los ojos. El bigotito facha tensando la lasciva crueldad de la boca. O fue el enajenado gesto de escándalo, contenido por la laca del peinado, rodeando el rostro difuminado de la consorte, cuyo brazo, atrapado en el traje de tienda de señoras, colgaba resignado de la gabardina del hombre. Quizá fue la parejita de pijos falsificados, ella sepultando el miedo a lo que no se reconoce entre las capas de maquillaje, donde se pierde la brevedad de su vacía juventud, al tiempo que tira del brazo de su pareja, joven pálido, estrecho de hombros, con pose indiferente de hombre de mundo televisivo, traicionado por la testosterona que arrastra su mirada hacia el mismo punto de mira de los demás varones, incluidos aquí cuatro o cinco viejos con constancia de cucarachas, lentitud y babas de caracoles, siempre al acecho donde haya prostitutas, o adolescentes de minifalda incontrolada, u otra cosa con olor a sexo.

Pero, sobre todo, fue el joven de abundante melena castaña recogida en una coleta, aire tranquilo, actitud pasota, seguramente emporrado, observador distante y divertido de la actuación, anónima y amorfa, del grupo que se arremolina a prudente distancia del foco de su atención.

Porque todas las miradas convergen en ella. La mendiga, de pie junto a la fuente, ha abierto las sucias ropas, quedando al descubierto sus pechos, turgentes, impensadamente jóvenes. Toma agua de la fuente y los lava, los acaricia, los enardece. Crece la tensión en la calle. El del bigotito facha grita: ¡Esto es la democracia! Nadie le hace coro y su indignación crece. ¡Qué venga la guardia civil!, grita a pleno pulmón. El pasota grita con sorna: ¡Tranqui tío, que el ísimo ya ni huele!

Antes de que alguien reaccione estalla la carcajada. Le nace a la mendiga en el vientre tapado, le sacude el estómago, se le queda bailando en los pechos, lúbrica y libre, le sube por la garganta, recogiendo la locura en las encías, fundiéndose con ella, en una mirada que recorre desafiante el estupor de los mirones.

La gente se dispersa.

Alma Pagés


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