Revista Cultura y Ocio
Estoy releyendo Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, en la espléndida edición de Acantilado, del añorado Vallcorba, con la no menos espléndida traducción de Perfecto Cuadrado. Lo leí por primera vez hace muchos años, siendo adolescente o, como mucho, postadolescente, en una de aquellas ediciones populares de Seix Barral, de papel amarillento, corroído por los ácidos. Pese a lo cochambroso de los materiales, el libro me entusiasmó. De hecho, esa es una de las piedras de toque de cualquier obra literaria: si se sobrepone a unas duras condiciones materiales, si la palabra brilla, más allá de la oscuridad física en la que se asienta, es que vale la pena. Durante estas semanas, la relectura ha despertado muchos de los recuerdos de aquella primera inmersión mía en el Libro del desasosiego. No habían desaparecido: simplemente, los habían sepultado sucesivas capas tectónicas de lecturas posteriores, y, ay, de años. Pervivía, no obstante, la certeza del deslumbramiento. Hoy, leo muchos pasajes y me recuerdo, de repente, hace tantas décadas ya, leyendo esos mismos pasajes con idéntico asombro e idéntica admiración. Por ejemplo, Pessoa suele demorarse en la descripción del cielo, los colores y la luz. Parece lógico en alguien cuyas únicas tareas diarias consistían en traducir cartas comerciales y escribir poesía. Su mirada es devanadora, o más bien desolladora, y sus escenas abruman por lo sofisticado de su percepción y los arabescos que es capaz de imprimir al retrato. Pessoa puede escribir algo como esto: "En el alto aire solitario, la luz de la luna es de un blanco ceniciento azulado tirando a un amarillo desvaído; que, sobre los tejados, diferentes y con desequilibrios de negrura entre unos y otros, dora unas veces de blanco negro los edificios sumisos, y otras inunda de un color sin color el encarnado castaño de las tejas en lo alto. En el fondo de la calle, abismo plácido donde las piedras desnudas se redondean irregularmente, no hay color salvo un azul que acaso venga del ceniciento de las propias piedras. Al fondo del horizonte será casi de un azul oscuro, diferente del azul negro del cielo del fondo. En las ventanas que golpea, es de un amarillo negro. Desde aquí, desde la cama, si abro los ojos que tienen el sueño que no tengo, es un aire de nieve transformada en color donde flotan filamentos de madreperla tierna. Y, si lo siento con lo que siento, es un tedio convertido en sombra blanca, oscureciendo como si unos ojos se cerraran sobre esa indiferenciada blancura". Qué bárbaro, qué tío. Leo algo así, y pienso que solo deberían leerse cosas así. ¿Qué sentido tiene dedicar el tiempo a Ildefonso Falcones, Paulo Coelho y los poetas de la experiencia, cuando existe Pessoa? Incluso si Pessoa no gusta, debería leerse: su literatura mejora hasta al discrepante. La maravilla de Pessoa se extiende a su análisis psicológico o sentimental, tan minucioso como sus descripciones: su capacidad para bucear en sus propias emociones -o falta de emociones- es prodigiosa. En la literatura contemporánea solo encuentro equiparable a Marcel Proust. Pessoa -en rigor, Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa, el heterónimo bajo el que compuso Libro del desasosiego- disecciona su conciencia con el bisturí de una prosa tan sostenida como precisa. Las frases, demoradas, telescópicas, caracoleantes, nunca pierden, pese a ello, fluencia ni claridad. Su luz, como un diamante inverso, dibuja una personalidad estoica, férrea en su nihilismo, atroz en su radicalidad. La portada de la edición que estoy leyendo es una fotografía de Pessoa: va por la calle con el sombrero calado, quevedos, bigotillo, una pajarita mustia, un traje arrugado, un cigarrillo en los labios y una mirada triste. Libro del desasosiego responde pasmosamente a esa imagen de anodinia y laxitud. Pessoa no cree en nada, salvo en el hecho irreductible de escribir y en sus sueños, que le permiten sobrevivir al aburrimiento de un trabajo que no cambia en una ciudad que no cambia, salvo al amanecer y al atardecer, cuando él radiografía el caleidoscopio infinito de la luz con esmero obsesivo. Todo lo demás le causa un rechazo visceral o una oposición intelectual, que no se manifiesta, sin embargo, en belicosidad o reivindicación algunas, sino en un apartamiento feroz, hecho de displicencia, una chispa de orgullo y otra de cinismo. En muchos pasajes Pessoa critica a quienes se entregan a la lucha social, al debate con los demás, a los otros, en detrimento de la contemplación de su propio ser, de la cohabitación incansable con el espíritu. En el fragmento 35 escribe: "Y un profundo y tedioso desdén por cuantos trabajan en pro de la humanidad, por todos cuantos se baten por la patria y dan su vida para que la civilización continúe... un desdén lleno de tedio por ellos, los que desconocen que la única realidad para cada uno es su propia alma, y el resto -el mundo exterior y los otros- una pesadilla antiestética, como un resultado en los sueños de una indigestión de espíritu. Mi aversión por el esfuerzo se excita hasta el horror casi gesticulante ante todas las formas de esfuerzo violento. Y la guerra, el trabajo productivo y enérgico, la ayuda a los otros... todo eso no me parece otra cosa sino el productor de un impudor (...) Y, ante la realidad suprema de mi alma, todo lo que es útil y exterior me sabe a frívolo y trivial ante la soberana y pura grandeza de mis más originales y frecuentes sueños. Esos, para mí, son más reales". Algo parecido -aunque no pretendo pasar por Pessoa, ni sería capaz de decirlo con tan rabiosa sutileza- siento a menudo ante la brega colectiva: uno observa los esfuerzos de tantos -por cambiar la política española, por acabar con el hambre en el mundo, por proteger a los animales, por dar ánimos a su equipo de fútbol en sus históricos encuentros con otros equipos de fútbol: todas causas legítimas, y las tres primeras, además, loables- y se siente invadido por un desinterés morrocotudo,por un cansancio infinito, aunque racionalmente comparta la necesidad de esos objetivos y la conveniencia de alcanzarlos. Cuando uno aún no ha conseguido desvelar la naturaleza de su ser, ni la razón de su existencia, ni la luz o, más probablemente, la oscuridad de sus adentros, ¿qué pasión puede albergar por tales ajenidades? Las causas, o, dicho con más propiedad, las Causas me descorazonan hasta la catatonia. Entregado a ellas, se diluye el yo, la razón personal y única, la maravillosa -y monstruosa- individualidad que constituye nuestro sola realidad en el mundo. Sé que algo así suena a egoísmo, a egoísmo descomunal, pero no puedo dejar de sentirlo. Y no estoy seguro de que no sea una forma distinta, y acaso más benigna, de abrazar al mundo: si todos nos entregáramos al cultivo de una conciencia tan a menudo erizada por lo inmaterial, acaso no habría corrupción, ni hambre, ni maltrato animal, ni equipos de fútbol en los que dilapidar nuestras escasas y, sobre todo, fugaces energías. Esta es otra de las grandes virtudes de Pessoa: sus posiciones éticas adquieren una dimensión estética; mejor aún: su estética es una ética. La elegancia de su desasimiento acaba siendo una toma de partido, un compromiso mucho más acérrimo que el de quien apoya una causa o se inmiscuye, a gritos, en la disputa social: hacer las cosas con elegancia es, casi siempre, hacerlas bien; ser elegante supone, también casi siempre, ser ecuánime y respetuoso. Y todo eso sin levantar la voz, porque, como también dice Pessoa, "el entusiasmo es una grosería" (más adelante puntualiza: "una opinión es una grosería, incluso cuando no es sincera"). Yo recordaba esta frase, que he citado en algún artículo, de mi primera lectura del Libro del desasosiego, y me ha alegrado reencontrarla (forma parte del fragmento 211). Igual que una escena también descrita en el libro: la de las escalas que oía tocar al piano a una niña del piso de arriba, cuando se estableció por primera vez a Lisboa. Aunque confieso que esto se me hace más difícil de digerir. Yo, que he sufrido a vecinos que tocaban el piano, no comprendo el melancólico estoicismo con el que Pessoa acepta esa tortura sonora. A veces, no obstante, uno se pregunta si esta nada que Pessoa parece feliz de encarnar, este encapsulamiento, interior y exterior, que pregona como la forma de vida más deseable, esta deliberada ausencia de amores, este monacato introspectivo y sombrío, no será una mera defensa ante la imposibilidad de alcanzar otra vida, otra realidad. Dan ganas de gritarle: "¡Sal, hombre!, ¡alterna y disfuta!, ¡búscate una novia (o un novio)!, ¡vete a bailar! ¡La vida es demasiado corta para que la pases así de triste!". Pessoa fue un gran insomne (y sus descripciones del insomnio en Libro del desasosiego sobrecogen por lo realistas y, a la vez, por lo poéticas). Y uno sabe, por experiencia, que el insomnio no es sino la infelicidad. Quizá, sí, Pessoa fue un gran infeliz, pero su libro es una fuente inagotable de felicidad para el lector: felicidad espinosa, tenebrosa a veces, como ha de ser la dicha que procure la literatura. A mí leer el Libro del desasosiego me llena de sosiego.