Revista Cultura y Ocio
Distraídamente el lector va abandonando entre los libros billetes de autobús, servilletas, tickets de parking, comprobantes de cajero automático y hasta pequeñas facturas domésticas. Un día decide abrir todos esos libros, sacudir su solemne vigilia vertical y registrar con vocación de entomólogo todos los cuerpos extraños que han ido llenando sus páginas. Ahí es donde se va dando cuenta de su biografía. Pone en claro lo turbio. Administra la herencia de recuerdos que el azar ha confiscado al olvido. Entonces aparece la turbación melancólica de la novia antigua e irrelevante y el leve patetismo de la vida crápula en la universidad cuando todavía Samuel Beckett no era nadie ni Pablo Neruda había escrito los versos más tristes del mundo. Los libros custodian esa relevante constatación de que hemos vivido. La guardan sin pedir nada a cambio. Tal vez infinitamente y quizá como si lo que vamos dejando entre sus páginas hubiese sido pensando o fabricado para terminar allí. Como si los billetes de autobús, las servilletas, los tickets de parking, los comprobantes de cajero automático y las pequeñas facturas domésticas significaran algo más de lo que manifiestamente significan. Como si contaran nuestra vida con mayor desparpajo y contundencia narrativa. Como si una vida cupiese en esos papeles fragilísimos. Y sabemos, a pesar de todo, que una vida cabe incluso en un verso. La vida dentro de un poema cabe, no ya un infierno, como un libro de hermoso título que vi ayer en un escaparate. Porque lo que van macerando los días son tramas librescas en más o menos medida. Asuntos épicos, frívolos, divertidos, solemnes, lúbricos o luctuosos. De todos ellos se abastece el cuerpo de la novela. En todos se maneja y a todos concierne. Anoche escuché en la radio a alguien que ponderaba el libro de un modo absolutamente encomiable. Lo hacía con una hermosa ligereza, sin enturbiar esa pedagogía con un discurso académico. Apelaba a la llamada del libro hacia su lector. Incluso repasaba la figura del editor, que es una figura que está siendo eliminada, como tantas cosas. Lamenté, al escucharlo, que el libro en el que ando (La verdad sobre el caso Harry Quebert, Jöel Dicker) no fuese uno físico, tangible, sino un volumen inasible, alojado en una máquina. Al menos en ese instante, espoleado por el entusiasmo de quien hablaba de libros en la SER, en un programa guiado por Juan Cruz. Luego, por la noche, volví a abrir mi libro electrónico y me zambullí gozosamente en lo que me ofrecía, que sigo apreciando, a pesar de la certeza de que un libro, editado con mimo, caído en las manos como un regalo siempre, es algo mágico, un artefacto perfecto, como decían ayer. Dentro de un libro electrónico, acabo yo, no puedes meter nada. Ni billetes de autobús. Ni comprobantes de un cajero automático. Ni siquiera una carta de amor o una hoja seca.