Después de unos cuantos días soleados y coloridos, hoy hace una tarde gris, húmeda, tristona. Una tarde de perros, muy fea. Y yo también me siento raro, gris, tristón. Astenia primaveral y, como de costumbre, tristeza profesional. Hay veces en que uno se cansa ya de levantar la cabeza, de pelear contra molinos de viento o, peor, contra molinos inmateriales, imaginarios, delicuescentes.
Me intento analizar. Me pregunto qué me pasa y no sé responderme. Nada. Una tarde tonta, una tarde gris. "Una mala tarde la tiene cualquiera". Ganas de hacerme un ovillo, de desaparecer por un sumidero.
Mi madre siempre me ha contado (y yo lo recuerdo muy vagamente) que cuando yo tenía uno o dos años (venga, vale, tres o cuatro) y me daba una tristura, me abrazaba a una almohada o a un cojín, me metía un pulgar en la boca, que chupaba con fruición, y el otro pulgar lo metía en una esquina de la almohada o del cojín, que hundía y hundía.
Eso, al parecer, me producía un consuelo muy agradable. Y si sollozaba o hipaba en silencio, mejor. Me debía de quedar muy a gusto. Como digo, creo recordar esa sensación. No es el cabreo iracundo, la rabieta feroz. Es la pena suave, la nostalgia, la tristeza tonta en la que de algún modo uno se compadece de sí mismo con gusto morboso y se quiere mucho dentro de su pena.
No sé si me entendéis. Cada uno es como es, y no puedo pretender que seáis tan bobos y tan poco expeditivos como yo. Espero que no hayáis tenido nunca esa sensación que no conduce a nada ni sirve para nada.
El caso es que, si le quitamos el llanto y cierto grado de la sensación de desamparo, y dejamos ese sentimiento de tristeza en un grado muy menor, os confieso que a veces me sigue dando ese venazo. Pero ya no me agarro a un cojín, ni me chupo el dedo gordo: Me pongo a hojear libros.
Especialmente libros de arquitectura. (¡Qué frikis somos los arquitectos!). Amo la arquitectura, y eso me lleva a amar las películas en las que sale arquitectura, los sellos con arquitectura, las monedas, las canciones... todo. Y, naturalmente, sobre todo los libros.
Vistas parciales de las estanterías de mi estudio
Echo una ojeada a mis estanterías y me siento acompañado. Por supuesto que no me lanzo a por los ensayos, sino a por los libros que tienen buenas fotos. El consuelo ha de ser gráfico. Busco libros pornoarquitectónicos.
Mis libros de arquitectura no me hablan tanto de cómo trabajaba tal arquitecto o de cómo se desarrolló tal movimiento arquitectónico, como de cuándo los compré, qué me pasaba entonces, qué esperaba, etc. Mis libros de arquitectura me hablan de mí.
Algunos, entrañables, me recuerdan el poco dinero que yo tenía entonces. Cómo buscaba los más baratos, cómo esperaba meses hasta reunir el poco dinero que costaban y cómo los compraba finalmente, con esfuerzo, e inmediatamente con el arrepentimiento de haberme decidido por tal libro en vez de por tal otro. (Una sensación inacabable de haber elegido mal). Libros baratos (pero que entonces me parecían tan caros), que estudiaba y copiaba hasta exprimirlos.
Mis libros de la colección Paperback, de Gustavo Gili.
Primeros años 80. El primero de todos fue el de Mies.
(Lo tengo acribillado. Y el de Corbu también).
De vez en cuando, un lujo especial, un verdadero desmadre y despiporre con el que destrozaba todos mis ahorros condensados y destilados de la paga paterna, lo que después se traducía en pasar varios fines de semana paseando con mi novia para arriba y para abajo, o (ay, Señor) dejándome invitar por ella, que tenía aún menos paga que yo.
Dos libros de lujo (del lujo que me podía permitir yo entonces).
Los libros de arquitectura son caros. Tienen muchas ilustraciones (aunque todas las de los que llevo dichos hasta ahora son en blanco y negro) y las tiradas no son precisamente las de una novela best seller. Recuerdo preguntar precios de ciertos libros en Publicaciones de la ETSAM o en el puesto de Cristina y llevarme las manos a la cabeza preguntándome si habría alguien en el mundo capaz de comprarlos. (Los futbolistas entonces no ganaban tanto como ahora, y los grandes financieros no salían en la tele presumiendo de sus beneficios y restregándoselos a la plebe).
Años después, una vez terminada la carrera (1985), empecé a trabajar y poco a poco fui teniendo un nivel económico más alto.
Recuerdo un año glorioso, 1990, que cerré con un superávit que para mí era inaudito. A mediados de diciembre eché mis cuentas y vi que (afortunadamente) en enero de 1991 me iba a tocar pagar un buen pico a cuenta del cuarto trimestre del 90, y en junio el IRPF no me iba a salir a devolver, sino incluso a pagar más.
Desconocedor de los trucos de la ingeniería fiscal, sólo se me ocurrió que me tenía que comprar libros de arquitectura urgentemente, antes de que terminara el año. Al fin y al cabo la Agencia Tributaria me iba a pagar una buena parte de ellos, en forma de desgravación.
Así que me fui a la ETSAM, entré en Publicaciones y pregunté lo que ya había preguntado varias veces:
-¿Cuánto cuesta la Obra Completa de Le Corbusier?
Sólo que esta vez no lo dije temblando, sino con una seguridad apabullante, mientras la señalaba con el firmísimo índice de mi mano derecha.
-Cincuenta y ocho mil pesetas -me dijo, como tantas veces, el librero. (Como diciendo: Alma de cántaro, eso es mucho para ti).
Esta vez no hice la segunda pregunta ("¿Se pueden comprar sueltos?"), sino que pronuncié una frase histórica, con un aplomo que ni John Wayne:
-Me la llevo. Y también quiero un Monograph de Franlloirrait.
(También había preguntado varias veces a cuánto estaban los Monographs de Franlloirrait. Eran doce tomos, y esos sí se vendían sueltos. Los había en rústica y en tapa dura. Por supuesto que sólo preguntaba por los blandos. Trece mil pesetas cada uno. Qué horror).
El joven puso la caja con los ocho volúmenes del Corbu en el mostrador y me señaló una estantería con los Monographs que tenía. (Muy pocos).
Al tener ya el estuche blanco (con la manchota roja) entre mis manos sentí un ligero temblor. Mi prestancia johnwayniana me abandonó y mi voz cedió un poco:
-No. Los de tapa dura no. Los otros. ¿A ver? Sí, ese puede valer.
El número tres. Ni la Falinguáter, ni la Robi ni el Gúguenjéin. Magníficas casas de la pradera, eso sí. Era lo que había.
Me lo llevé. Pagué como un señor y me fui de allí con el tesoro.
Desde ese primer volumen (el nº 3, en blando) hasta el último que he conseguido hace unos meses (el nº 2, en duro) han pasado veintitrés años. Se descatalogaron al poco tiempo de aquella primera adquisición, y ha sido cada vez más difícil encontrar alguno a un precio razonable. Han ido cayendo a un ritmo medio de uno cada dos años. Los empecé juntando en blando, pero de vez en cuando me salió alguna ocasión en duro, y, aunque me estropeaba la continuidad de la serie, la aproveché.
Colección Frank Lloyd Wright Monograph.
Números 1, 3, 5, 7, 8, 9, 10 y 11 en blando,
y 2, 4, 6 y 12 en tapa dura.
A lo largo de mi vida he seguido comprando libros de arquitectura. A la caza de los grandes maestros.
Aunque a menudo no elijo los libros más espectaculares, sino que me quedo con otros más secretos, que parecen hablarme más al oído:
Etcétera. Amores secretos, fuera de las modas y de las tendencias. Maestros tímidos o poco exitosos, o "pasados de moda", o "raros".
Libros, libros, libros. De todas clases.
Libros que plasman momentos muy especiales, que me hacen protagonista lateral:
Fullaondo, exultante, "maquinando gallinas en Seseña".
Ya lo conté.
Durante el curso 1989-90 fui profesor. Un día vino a clase
José Antonio Corrales a explicarnos el Pabellón de Bruselas.
Al final de la clase me adelanté a codazos a mis alumnos para pedirle un autógrafo.
Otros arquitectos, de quienes lamentablemente sé muy poco, me parecen emocionantes. Me inspiran una gran fascinación. Me gustaría muchísimo saber más de ellos. Incluso más de sus vidas que de sus obras. Tienen un pedazo de novela cada uno de ellos, y otra colectiva.
Otros libros son una pura exageración. Fantásticos pero incómodos, inmanejables, enormes:
Siempre he elegido mis libros por puro placer:
Etcétera.
También tiene su gracia comprobar las afinidades electivas. Quién pongo al lado de quién. A veces es obvio.
Bueno, pues así, a lo tonto, se ha pasado la tarde. Tocando libros, sobándolos, hojeándolos. Procrastinando respecto a mis obligaciones, vagueando y sintiéndome flojito, melifluo y ñoño.
Yo nunca he hecho ni haré ningún edificio que se pueda acercar a las alturas de todos estos que miroteo con delectación. Pero, aún peor, ya sé, después de tantos años, que, fuera de la escuela, esos libros ni me han servido nunca ni me servirán jamás para nada. En las obras que he construido es absolutamente imposible adivinar ni atisbar la más mínima influencia de estos arquitectos, de estos extraordinarios proyectos. Ni se percibe su halo ni tampoco ningún aprendizaje por mi parte, ningún poso. Nada.
¿Para qué tanto libro? Es como tener una gran colección de revistas pornográficas y no tener ninguna relación con ninguna mujer. Es vivir de la impostura, refugiarse en la mentira, consolarse con un sueño imposible y, lo que es peor, estéril. Porque ya sé que nada de esto ha fructificado en mí, ni ya, a mi edad, fructificará.
Si yo tuviera un momento de lucidez, si fuera una persona íntegra y no un mierda, un llorón, un hundidor de esquinas de cojines y un chupador de pulgares, tomaría todos estos libros malditos y estúpidos y los llevaría al contenedor de papel, con la esperanza de que los reciclaran y de que en el nuevo papel resultante alguien imprimiera de una puñetera vez algo útil.
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