por Juan María Solare
Pronunciar en una misma oración las palabras “libertad” y “límite” puede evocar ideologías que no se caracterizan por la tolerancia, o es, cuando menos, una provocación. Precisamente ésta es una de las libertades conquistadas a un muy alto precio y de las que más nos enorgullecemos, y con razón, porque nos aleja de aquellas épocas (no tan pasadas) de la imposición de la ideología única, del pensamiento en términos de blanco y negro sin matices, del principio de autoridad como sinónimo de verdad, de la suspicacia respecto a toda opinión disonante, y del filtro a toda crítica a los dueños del poder. Sin la posibilidad de hacerse oír, de expresarse, será más difícil defender los demás derechos humanos.
Pero aquí no me interesa ni provocar ni enaltecer la denigración sistemática de las opiniones ajenas. Por cierto, en este escrito usaré los conceptos de libertad de opinión y libertad de expresión como equivalentes, aunque estrictamente no lo son: la libertad de opinión se circunscribe al ámbito de las ideas, mientras que la libertad de expresión incluye además las manifestaciones artísticas.
Sugerir que la libertad de opinión tiene límites puede significar, traducido al lenguaje coloquial, “usted tiene sólo derecho a expresar lo que yo pienso”. Tendemos gustosamente a defender nuestra propia libertad de opinión, pero este derecho implica también automáticamente la obligación de aceptar la posibilidad de que sean expresadas opiniones contrarias a la nuestra.
Si se acepta que la libertad de expresión es un bien positivo es en gran parte porque incluso los grupos de poder se han dado cuenta de que les conviene, porque la discusión y el roce -la fricción- con ideas contrarias perfecciona la fuerza de los propios argumentos. Ya a principios del siglo III escribía Orígenes: “Si la doctrina eclesiástica no hubiera sido atacada en todas partes por las herejías, nuestra fe no habría podido formularse con tanta claridad ni profundidad.” Algo más atemperadamente coincidía Tomás de Aquino: “Para saber verdaderamente, ayudan mucho las razones de las tesis contrarias.”
Creo necesario analizar, desguazar los elementos de mi tema: los conceptos de libertad, de derecho, de expresión y de límite, comenzando por este último, porque -en mi visión- al analizar los límites de la libertad de expresión, lo que hay que revisar no es tanto la noción de libertad, sino el concepto de límite.
El límite como franja
La concepción habitual de límite, así como el concepto de frontera, es una línea. Propongo replantear este modelo mental de la línea por el de franja. Este modelo mental es ventajoso en ciertos casos intersubjetivos, es decir, donde entran en juego y acaso en colisión diferentes definiciones subjetivas de la realidad (como es el caso de la libertad de expresión). Al reemplazar el “límite como línea” por el “límite como zona de ancho variable”, una consecuencia es que aparecerán zonas mixtas (inevitables por la naturaleza misma de la libertad de expresión), y la otra es que se requerirá una enorme tolerancia a la ambigüedad y al conflicto. No es simplemente que se requiere tolerancia a la opinión ajena (esto sería demasiado simple), sino será necesario además admitir que habrá casos irresolubles o casi irresolubles.
Superposición de derechos
“Mi derecho termina allí donde comienza el derecho ajeno” afirma una sentencia popular que funciona solamente en los casos claros, es decir, tiene una utilidad demasiado elemental. Si tomamos la idea de límite como franja (no como línea o como punto) hallamos que habrá una zona donde estos derechos se superponen. No es una zona gris indefinida, sino una zona de solapación de derechos: dos personas tienen derecho a lo mismo, pero sólo una podrá ejercerlo. Surgirá entonces un conflicto, inevitablemente, y la cuestión será cómo sobrellevarlo: el problema real no es delimitar los derechos o evitar la superposición de libertades, sino solucionar (o al menos confrontar) los conflictos que derivan de la superposición de derechos.
Pongamos primero un ejemplo simple: sea un autobús o cualquier transporte público, hay un solo asiento libre y varias personas de pie:
a) Algunas personas tienen más derecho que otras a usarlo (personas de movilidad reducida, embarazadas o con lesiones); este es un caso claro.
b) A igualdad de derechos, es imposible decidir quién se “debe” sentar. Todos tienen idéntico derecho, pero sólo uno puede ejercerlo. En el caso del autobús se decidirá espontáneamente (es decir no planificadamente, no mediante una norma que prevea cada caso) y no habrá una instancia superior que decida en base a una mayor autoridad natural: este conflicto se zanjará entre los que tienen tal derecho, y en general sin que ese conflicto escale. Si llegase a escalar, serán primero los demás pasajeros quienes aporten su punto de vista (mediación entre pares), y en el peor de los casos será el conductor quien restablezca el orden, aunque posiblemente con un criterio improvisado, arbitrario y no necesariamente justo (del estilo “bájense inmediatamente los dos”).
Este ejemplo no es banal, sino sencillo. Pero ahora pensemos un conflicto de naturaleza comparable, pero infinitamente más complejo: dos pueblos tienen “idéntico” derecho a ocupar el mismo territorio. Es, en la práctica, imposible de determinar cuál de ambos tiene más derecho, porque la naturaleza de los derechos esgrimidos es distinta (estoy dando por sentado que son derechos genuinos y sinceros, no una invasión territorial armada). Nos hallamos en esa franja, en esa intersección en la cual ambas partes tienen derecho, pero el territorio es uno solo. Por supuesto, las variables en danza son mucho más complejas que el mero ocupar un asiento; lo que quiero subrayar es cómo surge el conflicto – que es finalmente lo que tenemos en las manos.
La dinámica general, en las zonas de superposición de derechos, es así: desde determinado punto de vista fundamentado, A tiene derecho; desde otro punto de vista también fundamentado, B tiene derecho. Pero llega un momento en que tener derecho o incluso tener razón es irrelevante, y lo que tiene prioridad es saber qué hacer con los conflictos que derivan inevitablemente del ejercicio de los derechos, de las libertades. Negarse a examinar la razón del otro, o decidir que el contrincante no tiene derecho alguno, dudosamente conduzcan a aceitar la fricción.
Ejemplos de conflictos con zonas de superposición de derechos son los conflictos en torno a Gibraltar (entre España y Reino Unido) o en torno al Sáhara occidental, Ceuta y Melilla (entre España y Marruecos). Casos mucho más complejos: el caso israelí-palestino o el de las islas Malvinas.
Imagino que este ensayo será leído principalmente por personas de nacionalidad argentina, y por eso mismo quiero profundizar en este espinoso asunto. En lo que están a punto de leer no vean una toma de posición, sino una simplificada exposición de algunos de los argumentos sobre el tapete. Mi intención aquí es únicamente analizar la naturaleza del conflicto, no quiero derivar ninguna conclusión de esta línea argumental, ni mucho menos ofrecer una solución simplista.
En el caso de las islas Malvinas, Argentina sostiene que la proximidad geográfica es determinante para reclamar la soberanía; Reino Unido puede sostener que el idioma que se habla en las islas no es castellano sino inglés. Argentina replica que históricamente el archipiélago perteneció primero a la corona española y que al independizarse “heredó” el territorio. Reino Unido podrá responder que según un reciente referéndum (2013), el 99% de sus habitantes -los kélpers– han preferido ser administrados por la corona británica. Estos cuatro puntos son hechos, no opiniones ni interpretaciones, y negarlos no nos hace avanzar. ¿Cuál hecho tiene más valor? Son de naturaleza distinta. ¿Quién puede determinar cuál derecho pesa más? La historia muestra que nadie. Y sería un problema meramente teórico si no fuera que está escrito con sangre.
Con este ejemplo incómodo pretendo únicamente poner en claro la complejidad de este tipo de conflicto y las ramificaciones imprevisibles que puede alcanzar. Sí, es posible que a muchos argentinos les moleste la sugerencia de que Reino Unido puede tener algún fundamento desde su perspectiva, aunque sea en algún punto menor. Sin embargo, negarse a priori a este tipo de análisis, negarse a examinar posibles razones, es esconder la cabeza bajo la arena.
La libertad de expresión tiene, entre otras virtudes, la de sacar a la luz conflictos que se estaban pudriendo, conflictos subterráneos, enterrados a fuerza de torpezas represoras. “De eso no se habla”, y no solo a nivel de país, sino interpersonal: dentro de una familia, pareja, o entre amigotes.
Credibilidad: precio mudo de la libertad de opinión
En este contexto, libertad es la capacidad para hacer o decir lo que uno quiere o piense, sin temor a represalias ni ser molestado por sus ideas (consúltese el artículo 19 de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” por más detalles). Definido así, pertenece más al mundo de los deseos y las utopías que a la realidad cotidiana.
Al ejercer el derecho de opinión se pone permanentemente en juego la credibilidad. Ciertamente, existe la libertad (para ejercer un derecho), pero -en el mundo real- también sus consecuencias. Conocer (imaginar, sospechar o temer) estas consecuencias puede influir en la voluntad de ejercer aquel derecho. Ejemplo sencillo: A y B pueden tener derecho a sentarse en el autobús anterior, pero si A está armado (como un policía) acaso B no sienta tantas ganas de imponer su derecho ni de luchar por él. (Por esta causa se espera de un policía que siempre ceda su asiento, para que nadie pueda malinterpretar su derecho como abuso de autoridad.) O bien: si sé que mi punto de vista, por más fundamentado que esté, es impopular y será mal visto por mis lectores, acaso me autocensure porque prefiero seguir perteneciendo a mi círculo de amigos. No emito juicio de valor (ni crítica ni loa) sobre esta actitud de autocensura gregaria, que es perfectamente comprensible. En nombre de la pertenencia a un grupo puede autolimitarse seriamente la libertad de expresión, porque nadie quiere perder credibilidad ni la confianza de los pares. En un mundo de networking como el actual, la pérdida de credibilidad puede ser más destructiva que una multa en dinero.
Opinar sobre ideas, no sobre hechos – la credibilidad
Tengo derecho a opinar acerca de ideas, pero ¿también sobre hechos? Yo pienso que el Universo fue creado por dos hermanos siameses, hijos de la Noche y el Silencio. ¿Tengo derecho a expresarlo? Sí, pero como cuento de ficción, como creación literaria, no como hipótesis científica demostrable. O bien: ¿tengo derecho a afirmar que la Tierra es un disco plano? Sí (y hasta existe una Flat Earth Society que así lo sostiene), pero… aquí entra otro elemento importante en juego: la credibilidad. Este es un valor intangible. En el fondo puedo afirmar cualquier cosa, pero ¿quién me tomará en serio? “Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer” termina el cuento “Esse est percipi” (Ser es ser percibido) de Bustos Domecq. La fábula del pastor bromista y el lobo es un buen ejemplo de lo mismo: a la tercera vez de emitir su falso llamado a la acción, ya nadie le creyó. El derecho a opinar “se paga” con las consecuencias (comunitarias) de lo que se opina.
¿Tengo derecho a opinar que el Holocausto o el Genocidio Armenio son cuentos, o a negar otros hechos históricos evidenciados y documentados? La respuesta es aquí más clara: el negacionismo es un delito penado por la ley (por la ley alemana, sin ir más lejos). Otros casos de mentiras confortables que niegan realidades empíricamente verificables son la negación de la evolución de las especies, del calentamiento global o incluso de la gravedad del SIDA (hace unas décadas) o el COVID (ahora mismo).
Opinión y conocimiento
El derecho a opinar se refuerza mediante el conocimiento. No es que yo no tenga derecho a opinar sobre golf, pero como no tengo mayor conocimiento del asunto (ni interés en aumentarlo), mi opinión va a valer muy poco. Usted, gentil lector, amable lectora, es seguramente especialista en uno u otro tema. ¿No reconoce a la legua a quienes opinan acerca de su especialidad (la de usted) sin tener la menor idea? Tal vez no siempre, pero en la inmensa mayoría de los casos hallaremos opiniones más sensatas y confiables en quienes han dedicado años al asunto sobre el cual opinan. Esta constatación puramente estadística (pero pragmática) subraya la importancia de la credibilidad en el momento de ejercer el derecho a opinar. Cuando además existe consenso entre especialistas (una opinión colectiva de la comunidad científica respecto a una determinada idea) tal credibilidad tiene un aval más arraigado.
Recalco: que tal opinión sea más creíble no implica automáticamente que sea verdadera. La opinión del profesional o el consenso entre especialistas no son, en sí mismos, determinantes de la verdad (de hecho, el magister dixit puede ser una forma sofisticada de falacia). Es decir, no es verdadero algo porque quien lo afirma tiene autoridad en la materia, sino porque esta autoridad nos ha brindado -esperemos- argumentos sólidos para que así lo pensemos.
En la vida cotidiana tenderemos a confiar en los especialistas -a veces más de lo debido- porque el tiempo es el que es, y no podemos formarnos un criterio fundamentado y decantado ni siquiera en los ámbitos que nos interesan. En todo caso, para orientar mis decisiones personales prefiero basarme en el consenso de los especialistas y no en la sabiduría de los que no tienen la menor idea o construyen su ideario en base a juegos de palabras ingeniosos.
Posición social del opinador
¿Cómo se condiciona mi derecho a opinar si soy el presidente de cualquier país? En teoría, tendré el mismo derecho que cualquiera de mis súbditos y compatriotas, pero en la práctica también se supone que debo gobernar para todos, no sólo para los que me votaron; es decir, no debo tomar partido a la ligera (y opinar es tomar partido). En otras palabras, la función social que tenga un opinador no es neutra en el momento de ejercer el derecho a opinar.
Incitación al crimen, discurso del odio
¿Tengo derecho a opinar que la pederastia es necesaria, sana y el último tabú que la sociedad occidental debe superar? No, porque esto sería incitación al crimen. Está suficientemente demostrado que la pederastia genera en sus víctimas consecuencias negativas casi imposibles de revertir. No se trata de un principio moral abstracto, sino de una constatación.
¿Tengo derecho a opinar que “la única solución posible es el uso de la fuerza armada”? Hay un fuerte consenso en que el llamado discurso del odio no es legítimo, aun aduciendo libertad de expresión. La “Convención Americana sobre Derechos Humanos” (Pacto de San José de Costa Rica) prohíbe por ley en su artículo 13, inciso 5, “toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio” y toda incitación a la violencia. Abramos ahora un diario de cualquier fecha para comprobar cuántos estadistas infringen este principio.
Falsedad y mentira
Una restricción de la libertad de expresión es la prohibición de propagar falsedades que damnifiquen o desacrediten a una tercera persona (ni siquiera bajo la coartada de que es una opinión). La falsedad no es parte de la libertad de expresión, y mucho menos si es una falsedad intencional, es decir, una mentira (no un error). Las leyes de muchos países (aclaro: democráticos) se aúnan en reconocer este límite.
Ahora bien: si el descrédito, la calumnia o la hostilidad no apuntan contra una persona con nombre y apellido, sino contra un colectivo o una etnia a la que se ridiculiza, es posible que haya muchas personas que lo aprueben (particularmente quienes no pertenecen a esa etnia o ese colectivo). Es un mobbing colectivo, un terror psicológico o un acoso que en lugar de aplicarse en su ámbito usual (oficinas, universidades u otros lugares de trabajo grupal) se anonimiza y traslada a nivel de comunidad.
El derecho a la burla
En nombre de la libertad de expresión, ¿tengo derecho a ironizar y burlarme no ya de una persona, sino de su ideología, su creencia o su religión? Si respondo que sí, estoy en la zona de superposición de derechos, porque seguramente esta persona tiene derecho a sostener su sistema de valores. Excepto que vaya yo aún más allá y determine que tal persona no tiene derecho a profesar ese sistema de valores, ideario, religión o creencia (lo cual parece una barbaridad, pero es el trasfondo auténtico de tal ridiculización). Pero si respondo que no (= que no tengo derecho a burlarme de una ideología ajena), ¿quién me castigará? Porque una prohibición que no prevea un castigo en caso de transgresión, no es una prohibición. Nuevamente, el castigo mudo sería aquí la pérdida de credibilidad o de aceptación social.
La burla es un tipo de expresión muy particular: no se está haciendo una crítica directa, con argumentos que el contendiente podría intentar refutar. Mediante la burla, se pueden extrapolar y descontextualizar verdades hasta que se conviertan en verdades deformadas o falsedades. Es decir, la burla obstaculiza la réplica e implica cierta impunidad (“che, no tenés sentido del humor”), y no hay forma sencilla de defensa (porque supuestamente no es un ataque). Sólo resta, acaso, burlarse del burlador. Es la impunidad del bufón, que podía decirle al rey cualquier barbaridad sin graves consecuencias. Y es un juego desparejo, en el cual uno de los implicados posiblemente no ha aceptado participar.
El problema central de la burla de las ideologías es que no apunta a reírse de atributos superficiales (si mi barba o tu nariz es muy grande o muy chica, si hablo con un fuerte acento rioplatense o cordobés) sino de socavar lo esencial de una persona. Si yo me burlo de tu ideario, en el fondo lo que te estoy diciendo es que “tus elecciones vitales, tus criterios intelectuales, tu ética, tu base emocional y en el fondo tu vida no valen nada”. Una denigración. ¿Tengo la libertad para hacerlo? Bien, supongamos que sí, pero con este método no puedo esperar llenarme de amigos. Ronald Dworkin incluso afirma que “nadie, por poderoso o impotente que sea, puede tener derecho a no ser insultado u ofendido.”(1) Honestamente, me cuesta trabajo aceptar que todo el mundo tiene derecho a insultarme y ofenderme. Por otro lado, me resisto a aplicar la ley del Talión, es decir, burlarme, insultar u ofender en defensa propia.
El caso específico de la religión como forma de ideología no es sustancialmente distinto, porque una persona religiosa debe acatar los principios democráticos de una sociedad pluralista. Pero también es cierto que burlarse de una religión equivale a decirle a miles de personas que “el sistema de valores en torno al cual has edificado tu vida es digno de risa, y por lo tanto tu existencia apenas tiene sentido”. Es algo más serio que reírme si tu equipo de fútbol perdió contra el mío por goleada. Ridiculizar una ideología o una religión puede estar disfrazando, simbólicamente, una apología de la discriminación y del desprecio.
Al burlarme del sistema de creencias de una persona, se superponen tu derecho a burlarte de mí, y mi derecho a una reputación aceptable.
Libertad y contexto
Las ideas, las afirmaciones, tienen un ámbito de validez fuera del cual dejan de tener sentido. Al ámbito de validez pertenece el concepto de verdad contextual. En el ámbito de los derechos y las libertades ocurre otro tanto: yo tengo derecho a fumar y mi compañero de viaje tiene derecho a no fumar. Ejercer mi derecho sería imponérselo al colega. Para eso existen (aunque no desde hace tanto tiempo) sitios para fumar y lugares libres de humo. En suma: en determinado contexto tengo libertad para ejercer mi derecho, en otro contexto no la tengo.
Con la libertad de expresión existe una limitación o mejor dicho una contextualización similar. Casi todo estaremos de acuerdo en que no es adecuado exponer a menores de edad a una película o una revista donde dos o más adultos acarician activamente sus mutuas desnudeces. Casi todos estaremos de acuerdo en que sería elegante que un telediario o una página internet nos avise antes de entrar a una sección con imágenes sensibles (de cuerpos humanos destrozados por una bomba, por ejemplo). Y casi todos estaremos de acuerdo en que está muy bien publicar esos contenidos, aunque sin imponerlos de hecho a quienes no están preparados para verlos.
Motivaciones
Urdamos un experimento mental: yo pienso que Fulano es un estúpido o una mala persona, y expreso mi opinión. Si no la fundamento debidamente, de manera creíble, lo que estoy haciendo es difamar, o mobbing (socavar clandestinamente las bases de la aceptación social de una persona, muchas veces un colega de trabajo), y probablemente un delito. Pero aun si presento argumentos, pruebas, hay algo que me falta: un motivo. ¿Para qué, qué intento obtener?
Si no me gusta la camisa que lleva mi compañero de viaje, poco gano en expresar mi legítimo disgusto. Sí, claro que tengo la libertad y el derecho para hacerlo (y los niños lo ejercen a menudo), pero ¿quién se beneficia con tan espontánea opinión? En este caso, mi derecho (que existe innegablemente) se superpone con normas tácitas (no escritas) de convivencia. Algunos de estos códigos son claros (como en el caso de la camisa horrible) pero otros son extremadamente sutiles. La transgresión tiene su encanto, aunque también su contrapartida: no puedo esperar una reacción agradecida del dueño de la camisa. Se cae fácilmente en esta trampa, por inadvertencia, cuando emiten juicios de valor (crítica o alabanza, tanto da) sobre las costumbres, intenciones o estructuras sociales de un país extranjero donde uno no estuvo jamás o de un colectivo con el que uno nunca ha tenido experiencia.
El caso de la camisa es un ejemplo inocuo sin graves consecuencias. Ahora imaginemos que lo que no me gusta es tu religión, tu ideario estético, tu ideología política, tu sistema de valores morales. ¿Qué motivación tengo para expresar mi opinión? ¿Simplemente desahogarme? ¿Dejar claro que mi ideología es mejor y ganar tus adeptos? (No, eso no va a ocurrir) Dicho de manera muy cruda: ¿a quién beneficia decir la verdad? ¿Hay verdades dañinas? ¿Es preferible una ilusión constructiva antes que una verdad paralizante? Me da igual cómo responda cada persona estas preguntas (capciosas pero legítimas), lo que me interesa es subrayar que, al hacerlo, se ponen en movimiento sus motivaciones.
(Para que nadie crea que tiro la piedra y escondo la mano, respondo que mi postura remite a la aludida verdad contextual: en algunos casos será preferible dosificar la verdad, en otros ocultarla, en otros dejarla fluir a chorros – y lo arduo será reconocer en cada ocasión qué es lo mejor.)
Libertad es lo que uno tiene en una estación de ferrocarril: uno tiene la libertad de ir a cualquier ciudad que se le ocurra. Pero necesita algo más: una motivación, algo qué hacer en el lugar de destino. Y una vez que estamos a bordo, las demás alternativas, las posibilidades no concretadas de viaje, si bien no se anulan completamente, al menos se postergan: no es realista pretender viajar a dos destinos simultáneamente. En este sentido, son libertades mutuamente excluyentes: una opción elimina la otra.
¿Quién?
Debatimos si tengo derecho a expresar esto o aquello, en primera persona, desde el punto de vista del “yo”. Examinemos ahora la presencia de segundas o terceras personas. ¿Puede vedársele a alguien que exprese su opinión? ¿Es legítimo o es moralmente reprochable? Responder que sí, sería acercarnos a la censura. Pero hay que profundizar.
¿Quién tiene derecho a regular (limitar o negar) la libertad de expresión? Nadie – excepto en casos extremos como la apología del delito. Si alguien tuviera derecho, automáticamente surgiría una forma de censura (y un movimiento clandestino de resistencia, y un mercado negro de medios subterráneos de expresión). Los conflictos tendrán que ser resueltos entre las partes involucradas, para que la solución sea auténtica y sostenible. La intervención de una tercera instancia “superior” (arbitraje) no garantiza una solución justa ni permanente. Una importante excepción es cuando una de las partes no está en condiciones realistas de defender su derecho, y esto ocurrirá cuando esta persona esté en una posición de poder más débil (por ejemplo, si el que quiere sentarse en el asiento vacío del tren es mi empleador, puedo preferir quedarme de pie, para conservar la posibilidad de mantenerme económicamente “en pie”).
La mediación entre pares podrá ser un recurso adicional (en el cual es menester profundizar), pero en el momento clave serán únicamente las partes en conflicto quienes tengan que negociar.
Repito: ¿quién tiene derecho a limitar la libertad de expresión? En circunstancias normales, nadie. El juez de última instancia es la conciencia personal, individual. La cual se entrenará sólo practicando la libertad de expresión hasta conocer los propios límites, o acaso hasta decidir cuáles quiero que sean mis límites.
[ (c) Juan María Solare, Bremen, 3 de agosto de 2021 ]
1 http://elpais.com/diario/2006/03/25/opinion/1143241211_850215.html