Hace unos días se suicidó alguien al que niños discapacitados de todo el mundo le debían sonrisas de felicidad: José Luis Barbero, de 59 años, adiestrador de delfines y creador de técnica rehabilitadora llamada delfinoterapia.
Barbero observó que los niños con dificultades físicas o psíquicas expresaban una ruidosa alegría en los espectáculos de delfines.
Se introdujo con ellos en el agua y los puso a jugar con los animales, que también mostraban su ¿alegría? pidiendo más y más juegos: así nacía la delfinoterapia.
Como los demás entrenadores, enseñaba a los delfines como si fueran otros niños, pero traviesos, los llamaba por su nombre y les increpaba “pero qué tonto eres”, y cosas así, a la vez que les daba mínimos golpecitos en el morro.
Unos animalistas grabaron esas técnicas mientras trabajaba en el Marineland de Palma de Mallorca.
Eran de la asociación barcelonesa, FAADA, y SOS Delfines, que divulgaron imágenes manipuladas acelerando secuencias para que pareciera que pegaba a los animales y para dictaminar que al llamarle “bobo” a un delfín era humillarlo y darle toques en el lomo que ni siquiera eran cachetes era maltrato.
Poco antes de que divulgaran las imágenes por internet le habían ofrecido a Barbero un cargo directivo en un gran delfinario estadounidense, la culminación de sus 35 años de profesión.
Se entienden las protestas pacíficas ante el Toro de la Vega o el del Júbilo, pero el animalismo ya tiene sus extremistas intimidadores, incluso violentos, y que además usan internet para sus linchamientos mediáticos.
José Luis Barbero comenzó a recibir amenazas de esos fanáticos, incluso de muerte, para él y su familia, y perdió la oferta americana.
“Este linchamiento me ha destrozado la vida”, decía, abrumado. En su máxima desesperación se suicidó.
Linchados: un humano, una viuda, dos hijos, la delfinoterapia.
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SALAS