Estos días se ha hablado mucho de Lisboa. Melancólica, nostálgica y decadente, la capital portuguesa lleva en sus calles las lágrimas de un amor no correspondido, el ardor de una pasión que baila al compás del fado, la bruma de las primeras horas de la mañana, el sol picante de mediodía. El contraste. La fusión de opuestos. Y, por ende, la atracción.
Lisboa es para mí un reducto de amistad. Tres días para ser yo misma. Horas de luz y de viento. Luz para romper una penumbra que se empeña en anidar donde no debe. Viento para llevarse lo que no toca. Aunque despeine.
Lisboa es el otoño de la treintena. Caen las hojas, sí, pero es condición indispensable para que vuelva a nacer la vida.