La Literatura utiliza la palabra en su traslación escrita. Es arte concreto. La Música combina los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de ambos al unísono, con voluntad de coherencia interna. Es arte abstracto.
Hubo de transcurrir siglos, milenios incluso, para que tales expresiones artísticas no sólo se aproximaran, sino que se fundiesen indisolublemente. El nexo de unión ideal lo constituyó el Cine.
La génesis de la Música presenta una inesperada dualidad, pues aunque teóricamente muestra una completa independencia de las cosas externas -lo que la distingue de las demás artes-, ya desde su origen aparece unida, la mayoría de ocasiones de modo ornamental, a diversas manifestaciones de la vida cotidiana cuyos ancestros se remontan a la música tribal primitiva o al canto religioso de los dramas litúrgicos. Un característico ejemplo de servidumbre se encuentra en la llamada música incidental para el teatro, que acompañaba las funciones escénicas a pesar de no quedar vinculada por siempre al soporte escrito, lo cual no sucederá hasta el advenimiento de la ópera en las postrimerías del siglo XVI.
Lo dicho nos introduce de lleno en el postulado básico para comprender cuál sea la función primordial de la música al aplicarse a las imágenes, a saber, la distinción entre la música de programa (o programática) y la música absoluta. La primera es aquella de carácter narrativo o ilustrativo que en sentido figurado relata una historia. En suma, la que está relacionada con un elemento extramusical. Evidentemente, su opuesta, la música absoluta, no busca la expresión de nada salvo la música en sí, sujeta a una percepción abstracta. Descubrimos ya música programática en el siglo XVI; pero no será hasta la era romántica -mediados del XIX-, con el desarrollo del Poema Sinfónico (o Sinfonía con programa), cuando aquélla adquiera verdadera carta de naturaleza.
La música descriptiva y la que se convierte en el fundamento del bel canto están estrechamente relacionadas con el arte literario. Numerosísimas son las óperas cuyos libretos se inspiran en novelas u obras teatrales: Las bodas de Fígaro de Mozart y El barbero de Sevilla de Rossini lo hacen en piezas de Beaumarchais; Guillermo Tell de Rossini, en el drama de Schiller; Lucia di Lammermoor de Donizetti, en La novia de Lammermoor de Walter Scott; La traviata de Verdi, en La dama de las camelias de Alejandro Dumas hijo; La forza del destino de Verdi, en Don Álvaro o la fuerza del sino del duque de Rivas; Otelo, también de Verdi, en Shakespeare; Fausto de Gounod, en Goethe; Manon de Massenet, en Manon Lescaut del abate Prévost, etc.
De las piezas compuestas expresamente para apoyar representaciones teatrales -el antecedente más diáfano de la partitura cinematográfica- son óptimos ejemplos El sueño de una noche de verano de Mendelssohn o Peer Gynt de Grieg.
Obras como las citadas, al igual que otras de inferior nombradía, no únicamente puntúan las declamaciones de los actores y rellenan los vacíos de los intermedios, sino que también intentan atrapar la esencia interna del modelo literario, y por ello devienen paradigmas del aserto de que la música puede captar el espíritu, penetrar hasta el epicentro, "describir" con acordes la manifestación literaria que le sirve de base. Pero el proceso no ocurre a la inversa, lo cual permitía al director de orquesta Thomas Beecham mantener que "en materia de música, nada hay fuera de la música misma, y todo lo que se haga por escribir sobre ella, por explicarla, es tarea ímproba y estéril".
Bebiendo de las fuentes mencionadas y de otras que exceden nuestro propósito, surge en 1908 la Música de Cine, pues aunque el cinematógrafo existía desde más de una década atrás, es en esta fecha cuando dos compositores de renombre escriben sendas partituras con destino directo y exclusivo a la pantalla: Camille Saint-Saëns lo hace para El asesinato del duque de Guisa ( L'assassinat du Duc de Guisse) y Mijaíl Ippolitov-Ivanov, para Stenka Razin. El despertar y posterior desarrollo de este nuevo género musical será lento, ya que aún se continuará acudiendo a piezas del repertorio clásico durante algún tiempo al objeto de enfatizar las imágenes proyectadas sobre la pantalla.
Muchas páginas se han escrito acerca de la necesariedad o no de música en las obras cinematográficas, y aún hoy existen opiniones que ponen en entredicho la utilidad fílmica de aquélla. Igor Stravinsky se mostraba vehemente al afirmar que "la música es un arte demasiado elevado y noble como para ponerse al servicio de otras artes". Directores de cine hubo incluso que, como John Ford, Alfred Hitchcock o Luis Buñuel, nunca confiaron plenamente en las posibilidades de la música aplicada a las imágenes. No obstante, un compositor de la calidad y prestigio de Aaron Copland (1900-1990) sintetizó en breves frases el rol decisivo de este género: "Cuando está bien hecha, es indudable que una partitura musical puede ayudar enormemente a una película. Se puede demostrar ello como en un laboratorio, mostrando a un público una escena culminante sin la música, y luego, nuevamente, con banda de sonido". Porque en realidad la música cumple un sinfín de funciones que la convierten en elemento ineludible dentro de la integridad del filme: recrea épocas pretéritas, sirve de fondo neutro, refuerza el sentido narrativo y da cohesión a diferentes escenas a través de técnicas como el uso del leitmotiv a la manera de Wagner, incide en los aspectos psicológicos de la trama, apresura o ralentiza el ritmo de la acción fílmica, sirve de contrapunto a las imágenes, etc.
Había sido Ricciotto Canudo quien calificara al Cine como la séptima de las Bellas Artes; y verdaderamente este nuevo cauce a la necesidad humana de expresar sus inquietudes culturales suponía el compendio o summa de las demás (Arquitectura, Literatura, Escultura, Pintura, Música y Danza). En las lógicas interrelaciones producidas entre ellas, uno de los cimientos donde se sostendrá el Cine con el fin de nutrirse de historias para narrar visualmente, será la Literatura.
Desde la etapa muda son incontables los traslados al celuloide de célebres obras de la literatura universal. También serán tropel los compositores de sala de conciertos que, cautivados por el rutilante medio, colaborarán en las adaptaciones de hitos insignes, como el francés Arthur Honegger (1892-1955) -del Grupo de los Seis- y su partitura transformada en fresco histórico con destino a la versión de la novela de Víctor Hugo Los miserables, realizada en el año 1934; los sinfonistas británicos William Walton (1902-1983) y Arnold Bax (1883-1953) embarcados en Enrique V ( Henry V, 1944) sobre texto de Shakespeare y Oliver Twist (1948) de Dickens, respectivamente; o el ruso Dimitri Shostakovich (1906-1975) y su magna aproximación musical a El rey Lear shakespeariano en el filme de 1970.
Otras cumbres de la narrativa disfrutarán con mejor o peor suerte de traslado a la pantalla: La Odisea de Homero portó comentario musical de Alessandro Cicognini (1906-1995) en el largometraje Ulises ( Ulysses, 1954) de Mario Camerini; para nuestro sin par Quijote en traducción fílmica de G. W. Pabst del año 1933 compuso Jacques Ibert (1890-1962) un hermoso ciclo de canciones; Flaubert y Madame Bovary tuvieron su equivalencia en el húngaro Miklós Rózsa (1907-1995) y la película de título homónimo de 1949; el citado Copland musicó Washington Square de Henry James que en su conversión al celuloide se llamó La heredera ( The Heiress, 1949); y terminando el somero recorrido a través de la historia literaria, Guerra y paz de Tolstoi y El gatopardo de G. Tomasi de Lampedusa, gozaron en Cine de las exquisiteces del subrayado sonoro de Nino Rota (1911-1979).
Todo ese heterogéneo cúmulo de transcripciones cinematográficas obtuvo distinta aproximación o enfoque musical. Así, mientras los compases creados por Rózsa al objeto de ponderar la desventura existencial de Emma Bovary eran absolutamente originales, para hacer patente la decadencia de la clase social del gattopardesco príncipe Fabrizio de Salina recurriría Rota a una bellísima obra propia, la Sinfonía sopra una canzone d'amore (1947), además de a una serie de números bailables extraídos de otro título suyo previo.
La mayor parte de estas composiciones, y ello es lo que más nos interesa resaltar aquí, usaban como referente próximo la obra literaria, o lo que es lo mismo, el compositor tenía en mente durante el proceso creador la novela o pieza teatral originales tanto o más que el guión cinematográfico o las secuencias del filme ya rodado, lo cual se advierte con claridad en el abundante grupo formado por las adaptaciones que no guardan fidelidad estricta al original literario.
Es en tales supuestos cuando la música, inconscientemente incluso, se insufla de una cualidad polarizadora que la convierte en afín a la obra cinematográfica y a la literaria. Corroborando lo anterior está el tejido sonoro ofrecido por Miklós Rózsa en Los contrabandistas de Moonfleet ( Moonfleet, 1955), la versión realizada por Fritz Lang de la novela de aventuras sobre la iniciación a la edad adulta escrita por John Meade Falkner. Ambas obras presentan notables diferencias entre sí, aunque las dos resultan extraordinarias en sus resultados globales.
El denominador común es la materia musical vigorosa, dotada del mismo empuje que el oleaje marino protagonista de la trama; música que encierra en su interior, con un acento lírico, la delicadeza de la relación entre el contrabandista y el niño, a la vez que se hace acreedora, por medio de un deje patético, de la angustia y el dolor causados por los hechos de contenido dramático que se dan cita tanto en la novela como en la película.
Otro ejemplo digno de mención, aunque en este caso de lealtad entre el producto literario y el cinematográfico, es Alma rebelde ( Jane Eyre, 1943), largometraje dirigido por Robert Stevenson sobre un guión de Aldous Huxley e interpretado por Orson Welles y Joan Fontaine. Su banda sonora, modélica, fue creada por el compositor neoyorquino Bernard Herrmann (1911-1975), famoso sobre todo por sus colaboraciones con Welles y Hitchcock. El músico era un enamorado de la novela gótica inglesa del siglo XIX, especialmente de la obra de las hermanas Brontë. Su entrega al proyecto, una vez que lo rechazara el mismísimo Stravinsky, fue total, y supo percibir la substancia última de la novela de Charlotte Brontë. La partitura se construye a partir de tres temas principales: el de Jane, femenino, dulce y sombrío, expuesto por el oboe o las cuerdas; el de Rochester, enérgico y casi brutal, reservado a los metales; y el tema de amor para la relación entre ambos, una de las melodías más extensas de su carrera. Piano y celesta se integran en el conjunto orquestal para lograr particulares efectos, mientras el arpa, el vibráfono y el órgano esbozan los toques misteriosos que requiere el argumento.
Herrmann diría posteriormente que "en un proyecto como ése no necesitaba siquiera ver el filme, bastaba con recordar el libro". Y ciertamente la música de la película encierra una tan fidedigna adaptación de la novela y del ambiente romántico y morboso a partes iguales del mundo de ficción de las hermanas, que algunos de sus temas musicales servirán de base al compositor para construir su única ópera, Wuthering Heights (1951), inspirada en la novela Cumbres borrascosas de Emily Brontë. El aria de Cathy Oh, I am burning del acto tercero y el Preludio al acto cuarto son citas textuales del tema de amor de Jane Eyre. Así pues, la desventura de Heathcliff y su obsesión loca y enfermiza tuvieron transposición al universo operístico, donde una vez más la captación del entorno brumoso y opresivo de la historia original devino su gran acierto.
Continuando esta senda con propósito ilustrativo, se observa que las obras de las dos literatas británicas fueron objeto de otras incursiones fílmicas dotadas de aproximaciones musicales de profusa o limitada fortuna. Cumbres borrascosas, dirigida en 1939 por William Wyler, contó con una vasta partitura de Alfred Newman (1901-1970) en la que la preponderancia cuantitativa es para el tema de Cathy, frágil y apasionado como el propio personaje al que representa, que ocupa incluso la música de los títulos de crédito o presentación del filme. La descripción sonora de los páramos de Yorkshire en el plano ambiental, de igual modo que la de los sueños y decepciones de la niñez en el psicológico, constituyen algunos de los logros mayores de esta banda sonora. Adaptaciones más recientes de la misma novela llevaron música mucho menos inspirada de Michel Legrand (n. 1932) y Ryuichi Sakamoto (n. 1952).
Jane Eyre tuvo asimismo otras traslaciones visuales. En 1971 John Williams (n. 1932) se encargaría de musicar el filme de Delbert Mann; la mucho menos ilustre versión de 1996 lo hizo con música de agradable factura firmada por Alessio Vlad y Claudio Capponi; mientras la aproximación casi minimalista de Dario Marianelli para la adaptación de 2011 permitió el lucimiento del violinista Jack Liebeck. La primera de las anteriores demuestra cómo un enfoque distinto al de Herrmann puede también lograr un resultado similar que, aunque centrado en el aspecto más romántico de la historia, y con un tema principal antológico y sujeto a variaciones instrumentales, aprehende el pathos de la novela con enorme habilidad y gusto refinado.
Otras dos películas interesantes de remarcar por cuanto consistieron en aproximaciones a la vida de ambas hermanas fueron Predilección ( Devotion, 1945), biopic con partitura del gran compositor austríaco afincado en Hollywood Erich Wolfgang Korngold (1897-1957), quizás el creador junto a Max Steiner (1888-1971) de la banda sonora sinfónica en el sentido moderno que aún hoy perdura; y Las hermanas Brontë( Les soeurs Brontë, 1979), con acotaciones musicales de Philippe Sarde (n. 1945) en un filme mucho más sobrio y fiel a la peripecia vital de las escritoras.
Es curioso constatar que un orbe literario perteneciente a épocas perecederas siga animando a cineastas y compositores a revivir unos personajes que continúan habitando las páginas de los libros. El filón que analizamos se extiende incluso al ámbito del ballet, donde Dominic Muldowney compuso su obra The Brontës, de gran personalidad y soluciones musicales bastante avanzadas con predominio de los instrumentos de viento y de la trompeta con sordina. Y Bernard J. Taylor se atrevió incluso a trasladar Cumbres borrascosas a los parámetros del musical de escena, con enorme acierto en canciones como I Belong to the Earth o Heathcliff's Lament.
Otras obras literarias también fueron versionadas repetidas veces, con las correspondientes aportaciones musicales. Entre las más distinguidas figura el Hamlet de Shakespeare frecuentado por compositores como los mentados William Walton y Dimitri Shostakovich, o por los contemporáneos Ennio Morricone (n. 1928) y Patrick Doyle (n. 1953); todos ellos usando la pieza teatral del bardo como motor de su genuina inspiración.
El futuro continuará deparando eternas simbiosis entre las tres artes, fomentadas ya sea por el aprecio y el respeto debido a unos productos literarios que el tiempo ha elevado a la categoría de inmortales, ya por las cíclicas crisis de ideas que se producen en el panorama cinematográfico mundial.
Y el compositor ni podrá ni deberá soslayar que antes de ser imagen, aquel sustrato que manipula con el grado de libertad que se le permite, fue letra impresa. En función de su genio y valía logrará modelar la materia sonora hasta alcanzar con ella la dimensión personal a la vez que colectiva que, para coexistir, precisan el vetusto arte literario y la más moderna y receptiva de las Bellas Artes.
Los mundos de la Literatura, la Música y el Cine se enlazan en uno sólo, formando un ente nuevo que es en definitiva la reinterpretación del original literario.
La Música Cinematográfica, la manifestación más singular de la vertiente programática antes comentada, penetra en cada capítulo, en cada párrafo creado por el escritor y le concede una exégesis evocadora, cual retrato de una situación, de una emoción. Y puede llegar tan lejos en su búsqueda de la quintaesencia, que acierte a describir sobre el pentagrama aquello que el literato no fue capaz de sugerir con la palabra porque, sencillamente, era indefinible.