Sólo le cabían las dos huellas de sus pies, y éstas se marcaban en el sendero una muy cerca de la otra. Dejó Martín su casa demasiado temprano, pero éste era el reflejo general de su ánimo, dejarlo todo antes de tiempo. Siempre habría agotado las cosas precipitadamente. En su infancia ya se cansaba al momento de iniciar un juego, al instante de imaginar una aventura o cuando salía, con sus primos, de excursión a la montaña, adonde llegaba el primero y el primero regresaba, hastiado de percibir el mismo cielo, las mismas aves y el mismo chasquear de leña, también cansado de utilizarla. Nunca le habría producido mayor problema su especial precocidad que sentir un ansia por más vivencias, las cuales hubiera necesitado como un desesperado al que lo que hubiese digerido una vez no pudiera calmarle el apetito en otra. Constantemente requería cosas diferentes, tantas como para que éstas le proporcionaran una nueva sensación a cada próximo deseo.La mañana era fría y ventosa y aun así el sol, finalizado ya su alba, se encontraba solo en un techo luminoso, infinito y celeste. Un rocío de gotas despertaba ajeno e inquilino de hierbas, y éstas a su vez soportaban, estoicamente, la evanescente humedad que albergaban. De pronto, una piedra imprevista, oculta y mimetizada surgió al avance de Martín, tropezando y cayendo éste violentamente. “¡Carajo!, por poco me mato” –se dijo molesto-. Sin embargo, no pudo evitar sonreír al comprender la coincidencia del motivo que le llevaba por este sendero con lo que acababa de decirse. Continuó dejando las marcas de sus pies en el camino, delimitando la misma distancia entre las dos; no había por qué tener prisa, pensó. Se dejaba llevar por sus piernas, como si éstas no fuesen suyas. No podía pararlas ya. Se le antojaba como cuando nadó, un verano de hace muchos años, una gran distancia en el mar. No lo había intentado antes y le resultó sufrido y agotador pero, provocado por la aprensión, su cerebro sólo le mantenía una orden: llegar al otro lado fuese como fuese. Casi se ahoga, aun así sus brazos no cejaron ni un instante movidos por una fuerza neuronal inmensurable. Haberse detenido antes de llegar le hubiera causado un efecto mucho más angustioso que de seguro le habría impedido proseguir y, por lo tanto, el ahogo final. Ahora, en la superficie, en la tierra que pisaba, podía parar sin ahogarse, o, tal vez, no –pensó Martín-, hay ahogos que no sólo matan accidentalmente. Él sentía uno profundo, desolador, exasperante. Y, precisamente, al llegar a su destino –opinaba- desaparecería para siempre.A nadie encontró durante el tiempo que anduvo desde que salió de su casa. Se preocupaba porque así fuese; no le gustaba demasiado la gente, se cansó hace mucho tiempo de ella y, por consiguiente, evitaba incluso cualquier encuentro fortuito. Los chismorreos y las habladurías, además, le asqueaban. Y, si entonces trataba de ocultarse del metomentodo de turno, en esta ocasión no podía por menos que sortearlo a toda costa. El sol mantenía su itinerario, indiferente de aquello que iluminara; sus rayos molestaban incluso los ojos sin fulgor de Martín, lo cual hacía que éste mirase todavía más abajo de lo que le había obligado el tropezón. De repente su memoria le traicionó con recuerdos del pasado, que trataba inútilmente de evitar. Pensó entonces en su casa, antaño hogar familiar y ahora un lugar vacío de latidos, de risas, de ojos distintos a los suyos, de sonidos que no fuesen los del viejo reloj apolillado. Un caserón tan enorme y desproporcionado con él y su vida como un océano para una frágil chalupa.
- Don Martín, ¿desea alguna otra cosa?
- No. Ah, Luis, mañana saldré temprano, muy temprano.
- ¿Irá de caza, señor?
- No, no; daré un largo paseo. Comeré fuera.
- Bien, señor, si no desea nada más, buenas noches.
- Buenas noches.
- Hoy venteará el levante, masculló con voz grave y alta el cabrero.
- Ah, ¿sí?, pues no lo parece, contestó obligado aquél de modo displicente.
- Sí, los vencejos han dejado de volar, dijo el cabrero sin mirar a Martín.
- Buenos días, amigo, ¿le sucede algo? –preguntó Martín.
- Nada, ¡déjeme!, por favor.
- Le quedan muy pocos minutos para conocerse realmente –sólo acertó a decir.
- ¿Cómo se llama?, preguntó Martín.
- Yo también había venido a matarme.
- Así es, elegí este lugar; bueno, preferí el llano de más atrás, pero un cabrero y su rebaño me obligaron a buscar un lugar más oculto, ¡y le encontré a usted!
- No creí poder confesarlo, pero ahora me siento mejor.
- ¿Mejor?, desea suicidarse, no lo hace, y encima pretende que yo tampoco…
- Sí. Una cosa es hacerlo y otra es consentirlo –replicó Martín.
- ¡Vaya!, usted no es un suicida, es un loco.
- ¿Y qué diferencia hay?
- ¿Y, –le preguntó el hombre- por qué quiere matarse?
- Porque nada me hace ya levantarme todos los días. Por abulia.
- No pensaba que por eso sólo se podía…
- ¿Y usted?
- Tengo una enfermedad incurable, no quiero sufrir.
- No sé cuál sea su enfermedad, pero si sé que siempre existe una solución para todo, sea esto lo que sea. Debe luchar, aún más de lo que lo haya hecho, hasta el final. El sufrimiento es no luchar, no tener por qué hacerlo, no necesitar por qué hacerlo.
- Pero, es que no puedo más…
- No; no puede soportar pensar lo que cree esperar sufrir, no lo que sufre.
- Y lo dice usted, ¿no sufre con su apatía?
- No sufro ni siento, ni nada, no tengo nada que me satisfaga; es diferente.
- Y quiere salvarme…
- Sí.
- Verá, amigo, ¿cómo se llama?
- Roberto.
- Bien, Roberto, al menos deme una razón para no dejarlo sólo por hoy.
- He venido y decidido a hacerlo hoy, dejé una nota y todo.
- Pero, por favor, al menos déjese un tiempo. Mañana, ¡hágalo mañana!, si mañana piensa del mismo modo…
- Y usted, ¿cómo se llama?
- Martín.
- ¿Por qué, Martín, por qué ese interés en que lo deje hoy?
- No puedo estar aquí y dejarle morir.
- Pues váyase.
- Tampoco puedo hacer eso.
- Y, si lo hago, si desisto hoy, ¿qué me impedirá hacerlo mañana o pasado?
- Nada.
- ¿Ni usted?
- Ni yo.
- No le entiendo.
- El azar, o lo que sea, Roberto, me ha traído aquí. Debo hacer lo correcto ahora.
- ¿Lo correcto?
- Si, lo que me dicta mi conciencia. Ahora estoy aquí, debo ayudarle, no me lo perdonaría.
- Pero, si usted desea matarse también, ¿qué coño se va a perdonar?
- Ahí me ha dado; pero, Roberto, ¡entiéndalo!, no puedo dejarle aquí, así.
- Está bien, qué más da un día que otro, pronunció Roberto resignado.
- Muy bien, levantémonos y vayámonos de aquí.