Como casi siempre, la vieja estaba dormida. He visto la puerta entornada y, sin pensármelo dos veces, me he largado. La vieja no es mi madre, lo sé porque nunca he mamado de sus tetas secas. Está muy flaca y parece enferma, si alguna vez tuvo hijos debió de ser hace mucho tiempo. Ahora parece esperar la muerte sin rechistar. Rara vez se levanta y apenas come, ni siquiera se molesta en espantar las moscas que la envuelven. No recuerdo a mi madre. No recuerdo haber mamado nunca de una teta. No digo que no lo haya hecho, simplemente afirmo que no lo recuerdo. A veces me pregunto si mi madre se acordará de mí. A veces dejo la pregunta suspendida en el aire, pero otras veces me enfrento a ella y me doy cuenta de que no tengo medio de hallar una respuesta, lo cual significa que la pregunta es inútil y que no merece la pena gastar fuerzas en ella. Las preguntas que no tienen respuesta o que tienen respuesta pero esa respuesta no está a tu alcance son redes en las que corres el riesgo de enmarañarte, son trampas que conviene evitar. A veces miro a la vieja y siento lástima. Afuera el aire era fresco.
Me costó decidir qué camino tomar. A la derecha, el sendero escarpado de tierra roja y grandes piedras sueltas que conduce al bosque donde los castaños extienden su sombra. A la izquierda, la calle asfaltada que desciende hacia la iglesia, con las casas alineadas a un lado y a otro y el sol que cae sobre el asfalto sin nada que se interponga en su camino. Me decidí por esta segunda opción, quizá porque era la que menos esfuerzo físico requería. El caso es que de pronto me sorprendí corriendo calle abajo, persiguiendo olores nuevos, fijándome en pequeños detalles de las aceras y de las fachadas en los que nunca antes había reparado. Cuando llegué a la altura de la iglesia vi a un hombre que salía de una casa cargado con gran cantidad de bultos. Al verme, lo dejó todo en el suelo y comenzó a llamarme con voz dulce, extendiendo hacia mí una mano que parecía ofrecerme algo, tal vez algo de comer o simplemente un pacto de no agresión. Me acerqué y el hombre comenzó a hablarme y a acariciarme. Parecía contento. Decidí seguirlo cuando se cansó de hacerme carantoñas y recogió los bultos para continuar calle abajo, pero en seguida se giró y me dijo algo que me pareció una cortés invitación a que desapareciera. Me separé de él y continué hasta el cruce por el que los automóviles pasan continuamente. No me gustan los automóviles. No me gusta su riudo, ni su estúpida mirada inexpresiva, ni su piel dura y fría. Uno de ellos se acercó a mí a gran velocidad, con un estruendo enorme y me quedé paralizada por el terror. Entonces oí la voz del hombre, vi su cara de espanto primero y de alivio después, cuando el coche acertó a detenerse. Fui corriendo hacia él y obtuve como premio nuevas caricias y palabras cantarinas. Me restregué sobre sus piernas y empecé a sentirme bien otra vez. Me gusta encontrar nuevos amigos, sentir sus manos sobre mi lomo y mi cabeza, frotarme contra ellos, escuchar sus voces.
Al poco rato volví a oír el ruido de otro automóvil, un todoterreno muy grande que se detuvo frente a la iglesia y del que se bajó mi amo, que se dirigió a mi nuevo amigo con grandes gestos y una sonrisa tallada en el rostro. Nunca había visto a mi amo sonreir de ese modo, en realidad creo que no le había visto sonreir jamás hasta ese día. Estuvo hablando un largo rato con mi amigo en tono alegre, en ocasiones los dos me señalaban. De repente mi amo se dirigió hacia mí y yo eché a correr. Conozco bien lo que puedo esperar de él. Mi amo ha decidido vender el ganado, así que en la nave hay poco que hacer, salvo guardar los aperos, máquinas y trastos viejos. Yo no iré al monte cada día como hizo la vieja durante toda su vida, hasta que las fuerzas la abandonaron. Yo no vigilaré el rebaño ni lo guardaré de las alimañas porque, aunque sigue habiendo alimañas, ya no hay rebaño, mi amo ha decidido deshacerse de él a cambio de una cantidad de dinero que no sabría precisaros. Yo no volveré a casa al atardecer, organizando en el cerebro los rastros seguidos a lo largo de la jornada, o lamiéndome las heridas el día que me clave una espina en una pata o el día en que me haya tocado liarme a dentelladas con el lobo. Esos días, de los que tanto me habló la vieja antes de abandonarse, no llegarán para mí. Mi amo ha dispuesto que mi misión será guardar una nave sucia y un montón de trastos. Cuando no esté encerrada en la oscuridad resonante del galpón, estaré a la puerta, atada a una cadena. Mi amo vendrá cada día a darme de comer y de beber, y cuando esté de buenas me dedicará un par de palabras y tal vez unos golpecitos en la cabeza. Esa será mi vida. Pero miradme, fijáos en mí, acabo de cumplir los tres meses y ya peso casi veinte kilos, mi cabeza es enorme y mi mandíbula es cada día más fuerte. Mi grupa es más alta que mis hombros, porque los molosos crecemos así, por etapas, primero los cuartos traseros, después los cuartos delanteros, eso hace que parezca torpe, pero esperad un añito y ya me diréis. Fijaos en lo anchos que son mis pies, están hechos para caminar por el monte durante horas y horas, no para abrasarse sobre una placa de cemento. Mirad mis pies traseros y fijaos en los espolones. Solo los mastines tenemos espolones y no en todos los casos. Yo estoy muy orgullosa de los míos porque además son dobles, la vieja me ha dicho que son un distintivo de alcurnia y que debo llevarlos con orgullo y honrarlos comportándome como se espera de los de mi raza. Así que al ver que mi amo venía hacia mí he echado a correr, y él no ha tenido pulmones para alcanzarme. Mientras escapaba de él, pensaba que no quiero la vida que ha decidido darme, poque no es como la vida que ha tenido la vieja ni como la que seguramente habrá tenido mi madre, a la que no recuerdo y que tal vez tampoco guarde memoria de mí, poque vivir atada a una cadena y desgañitarse a ladridos cada vez que alguien se acerca no es la vida que merece un mastín. ¿Qué dignidad hay en arrastrar los espolones dobles todo el santo día sobre una placa de cemento? Y con ese pensamiento he buscado refugio en mi amigo, que me llamaba con voz dulce y me alargaba la mano. Me he acercado a él y se la he lamido y la mano era más pequeña y más cálida y más suave que la de mi amo y luego él me ha acariciado la papada primero y después la cabeza y a continuación el lomo, y yo me he sentido a gusto y he empezado a restregarme contra sus piernas, hasta que he notado que me agarraba por el collar y que me llevaban hasta mi amo y que entre los dos me subían al todoterreno. Mientras me arrastraba, he pensado herir la mano áspera de mi amo con mi mandíbula, mi mandíbula que cada día que pasa es más poderosa, pero entonces he recordado los discursos sobre la abnegación y la lealtad de los de mi raza que la vieja me soltaba cada noche con un hilo de voz y me han entrado las dudas y, conforme entraban las dudas, las fuerzas se iban, porque la duda es la contraparte de la fuerza, y así me he dejado hacer y se me ha pasado por la cabeza la idea de que la amistad de los hombres, como el amor que pese a todo espero llegar a conocer algún día, es un pájaro revoltoso. Cuando llegamos a la nave, mi amo me ha enganchado a la cadena, ha vuelto a subirse al todoterreno y se ha marchado. La vieja ya no estaba.
Y esto es todo lo que quería contaros. Disculpadme si os ha parecido poca cosa. Por cierto, mi nombre es Cleopatra pero, si no os importa, llamadme Cleo.