Todos los medios de información y muchos políticos más o menos relevantes de los varios partidos que de una u otra forma dirigen la actividad política española desde que en 1978 se instauró la democracia parlamentaria que el Rey sucesor de Franco quiso sustituyera, para no dar el cante supongo, a la por él indiscutida y aceptada desde 1958, han competido por ver quién de ellos exaltaba mejor y más fuerte lo bien que le va a España y a los españoles con el sistema político diseñado en la Constitución de 1978. Convencido por ellos y por cuanto aprendo a diario merced a mi propia experiencia personal, a lo que oigo y leo en la prensa y en la radio, o veo en las televisiones públicas y privadas, me atrevo a señalar aquí unas cuantas muestras de lo justo y benéfico que es nuestro Estado de Derecho.
Por ejemplo: es de todo punto resaltable que el salario mínimo de un trabajador esté fijado en 824 euros mensuales y el de un diputado en las Cortes sea de 3.996, que pueden llegar a ser 6.500 € al mes por medio de dietas y otras prebendas. Nadie puede dudar de que tanta diferencia es justa, benéfica y necesaria, porque el trabajador se gana su sueldo con un notorio esfuerzo y una dedicación continua, mientras que al diputado no le suele costar trabajo el tener que sentarse en un cómodo sillón de los salones y despachos en que se acomoda para apretar un botón o leer el papel que lleva en la mano y así seguir las instrucciones de los jefes de su bando, ni el aplaudir las intervenciones de sus superiores en el partido que le incluyó en la lista de elegibles para el Parlamento como fiel secuaz de quien le manda.
Llama también la atención que un catedrático de Universidad o un médico cirujano de la sanidad pública gane menos que un concejal de la mayor parte de los Ayuntamientos de España, porque tanto el catedrático como el médico han logrado su puesto de trabajo mediante una preparación derivada de diez, doce o veinte años de esfuerzos, mientras que la inmensa mayoría de esos concejales no han tenido que mostrar ninguna preparación para su tarea municipal, salvo la de conseguir que sus superiores le incluyan en la lista de los candidatos elegibles con un puesto de los que normalmente dan derecho a representar a los electores de ese partido.
Digno de resaltarse es el que los políticos se suban sus retribuciones cuando les parece bien, en la práctica al inicio de cada legislatura o periodo de mandato, por supuesto de forma casi unánime, y que mantengan sus privilegios en todo momento, incluso en circunstancias adversas. No tienen para nada en cuenta la evidente desproporción de sus sueldos, por supuesto altos y siempre elevados, respecto de las retribuciones normales de los trabajadores “no políticos”.
Lo bien que va esta España monárquica, democrática y parlamentaria queda de manifiesto cuando se comparan los retiros y pensiones que obtienen los políticos cuando cesan en sus puestos y lo que se le da en ese momento a un trabajador normal. Sea éste funcionario público o asalariado privado, para percibir una pensión tiene que haber trabajado anteriormente durante un largo periodo de tiempo (35 años para conseguir la pensión máxima) en el que habrá estado cotizando a la Seguridad Social la cantidad adecuada. Los ministros, diputados o puestos equivalentes les basta tan sólo haber jurado su cargo al tomar posesión del mismo, o como mucho haber trabajado en él 6 o 7 años.
Otra clara prueba de que todo marcha bien entre nosotros la encontramos en el hecho de que ningún grupo político y ningún grupo social hayan hasta ahora protestado de modo diáfano y contundente en contra de que los diputados sean los únicos trabajadores de este país que están exentos de tributar al IRPF un tercio de su sueldo.
Otra muestra más: el ingente número de asesores y empleados -miles y miles- colocados en los tres niveles de la Administración Pública, sea en la estatal, en la autonómica o en la local, con sueldos que ya desearían tener los técnicos más cualificados, por el simple hecho de ser amigos o parientes de políticos dirigentes de la Administración correspondiente; y el también cuantioso número de “liberados” que trabajan a sueldo de sus partidos y sindicatos merced a las subvenciones que estas organizaciones reciben y disfrutan del Estado.
Pero eso sí, gracias al sistema político, económico y social vigente, los españoles podemos disfrutar de televisiones autonómicas, creadas para servir de cotidianos exaltadores de opiniones, sentimientos e ideas nacionalistas mediocres y trasnochadas; para dar a conocer y propagar la figura y el nombre de políticos, artistas y varios seudo-intelectuales de corto vuelo; y para adocenar a la población de tal forma que reconozcan la labor que estos artístas de la política y el cante jondo han realizado hasta la fecha en este “país”.