Hay tragedias que marcan épocas. El tsunami que arrasó las costas del Pacífico en 2004 y que acabó con miles de vidas es comparable, por su impacto, al terromoto de Lisboa, que en pleno siglo XVIII hizo dudar a Voltaire y a otros filósofos de la existencia de un Dios compasivo.
Existe un problema con las películas que muestran catástrofes contemporáneas: el espectador ya las ha visto con todo detalle en los distintos telediarios. Hoy día, que casi todo el mundo lleva cámaras en el bolsillo es casi imposible que un acontecimiento importante escape a la mirada de esta tecnología que se difunde en minutos por todo el mundo. Del tsunami existen numerosas imágenes impresionantes (en el siglo XVIII se divulgaban grabados con imágenes de una Lisboa en plena devastación), por lo que intentar impresionar al espectador por este lado resulta muy complicado. No obstante, Bayona ha reconstruido muy bien la catástrofe (como ya hizo Clint Eastwood en su día) y logra un punto de vista inédito: el de la víctima que es engullida por una ola gigantesca que lleva en su interior todo tipo de objetos y desperdicios, tan peligrosos como la misma fuerza del agua.
Lo imposible comienza mostrándonos las vacaciones de una familia ejemplar, sin fisuras, donde todo es armonía, quizá para conseguir desde el primer minuto la complicidad del espectador, que no va a tener más remedio que sentirse identificado con ellos, por supuesto para sufrir más intensamente con su desgracia. Es curioso que, cuando me senté en mi butaca, escuché a más de un espectador comentar que se iba a hinchar de llorar. Quizá esa sea una de las claves del desmesurado éxito que está teniendo esta película en nuestro país. La gente anhela emociones, cuanto más primarias mejor. En una época en la que las familias están atravesando una dura crisis, muchos ven en esta historia el mensaje de que la unidad familiar puede hacer frente a las peores dificultades.
Y es precisamente este punto el que hace naufragar la historia (nunca mejor dicho) desde que termina la escena de tsunami. El cine es, por definición, un medio manipulador, que en muchas ocasiones necesita la total complicidad del espectador para funcionar. Otras veces (y ese es el cine que yo prefiero, aunque con matices) lo que consigue es hacerte pensar, plantearte cuestiones acerca de lo que has visto. No es el caso de Lo imposible, cuya vocación manipuladora es tan evidente que termina molestando: esa música estridente, esos abrazos interminables, esas continúas lágrimas, esos gritos de los personajes llamándose unos a otros... Todo eso podría mostrarse con menos desgarro y más sutileza y el mensaje llegaría igualmente al espectador, pero no de forma tan directa y descarada. Puede parecer exagerado, pero algunas escenas me recordaban a un episodio de los Teletubbies, buscando continuamente abrazos fuertes.
Y que no se me tilde de insensible, que yo busco en el cine tantas emociones como cualquiera, pero no me gusta que me las muestren de manera tan obscena. En cualquier caso, la puesta en escena y la perfecta ambientación compensan en parte este defecto: Lo imposible posee una impecable factura técnica al servicio de una historia que hubiera ganado mucho con unos personajes mucho más complejos. Además (y esto no es una crítica) no hubiera estado mal echar una mirada a los efectos del tsunami entre la población local, que fue la gran afectada de todo aquello. Eso sí, en descargo de Bayona, hay que decir que su retrato es muy respetuoso: aparecen como héroes desinteresados que lo dan todo por ayudar a sus huéspedes, pero nada sabemos de sus pérdidas personales.
En cualquier caso, hay un gran efecto positivo en este fenómeno: esta película ha devuelto a la gente al cine como hacía tiempo que no sucedía. Sólo por eso, merece la pena echarle un vistazo y tratar de comprender con qué fórmula se ha conseguido tal hazaña.