Editorial Radom House. 253
páginas. 1ª edición de 2014.
Lo que a nadie le importa
es el tercer libro que leo de Sergio del
Molino (Madrid, 1979), tras No habrá más enemigo (Tropo, 2012) y
La
hora violeta (Mondadori, 2013). Conocí en persona a Sergio en marzo de
2012, porque los dos fuimos invitados en Madrid a un encuentro de blogs
literarios. Después le he vuelto a ver un par de veces más en las
presentaciones de sus libros en Madrid (Sergio reside en Zaragoza).
No habrá más enemigo era una ficción imperfecta, un libro que tenía
más que ver con el subconsciente que con el género fantástico. Y era imperfecta
porque las piezas que se mostraban en ella no encajaban entre sí, pero no
porque estuviese mal escrita. En realidad, estaba muy bien escrita. Una novela
más experimental que imperfecta, podríamos apuntar, porque el término
imperfecto no explica posiblemente las intenciones del autor cuando consigue
escribir algo tan oscuro como ha pretendido.
Con La hora violeta, Sergio se adentró en los terrenos de la literatura
testimonial. De forma lírica y emocionante (en la línea de Mortal y rosa de Francisco Umbral), nos hablaba de la
enfermedad y muerte de su hijo de dos años. Un libro bello y desolador.
En Lo que a nadie le importa Sergio continúa por la senda de la
literatura testimonial que empezó a recorrer en la novela anterior. En este
nuevo libro el autor se ha propuesto indagar en la vida de José Molina, su
abuelo materno, un hombre callado que, como tantos abuelos de este país, fue a
la guerra civil y volvió para no contarlo. Pero ahora, liberada la prosa del
testimonio terrible, del desquite con la vida que planteó en su anterior libro,
el estilo se vuelve en esta novela más irónico, más juguetón e imaginativo.
Son muchos los puntos de unión
entre este libro y el anterior: Sergio nos habla en esta nueva ficción, por
ejemplo, de su pareja –Cris– como si fuese ya un personaje conocido por el
lector.
En unas páginas que sirven de
introducción, y que empiezan con la gran frase: “Éramos pobres pero teníamos
Francia”, Sergio nos relata su relación adolescente con este país, como territorio
para soñar. Yo llegué a pensar que lo que iba a leer era una historia de la
Segunda Guerra Mundial, con resistencia francesa de fondo. Pero no, allí estaba
Francia en mi adolescencia, como el país en el que podía imaginarse siendo
Proust o Julio Cortázar, parece decirnos Sergio, pero yo de quien quiero hablar
es de mi abuelo carnal, del que volvió de la guerra para no contarlo, del
soldado nacional que fue mi abuelo; aquel que calló después de la guerra que
perdió; porque cuando uno está en la primera línea de asalto de una guerra y su
bando gana y vuelve a casa para no contarlo, en realidad se pierde la guerra,
todas las guerras se pierden porque se gana el miedo y los recuerdos atroces
del frío, el hambre y el mal olor, por supuesto.
José Molina, zaragozano, mozo en
un tienda de telas, aficionado a remar por el Ebro, va a la guerra. Es herido,
marcado con cicatrices, y vuelve a casa para no contarlo, en nuestro país de
tiempo de silencios. Después de la guerra decidirá mudarse a Madrid, y dos
serán los acontecimientos principales que allí le esperan: conocer a la
Currita, Carmen de Lara, abuela materna de Sergio, y conseguir un puesto en la
sección de telas de El Corte Inglés.
Sergio relata la historia de su
abuelo de forma lineal, salvo en algunos momentos en los que elige el salto
temporal para adelantar hechos que luego quedarán explicados. “No recreo una
época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son
lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca”, nos dice el autor entre las
páginas 119 y 120. Sergio reconstruye la vida de su abuelo silente en muchos
casos desde la imaginación, desde las lecturas de los libros que hablan de la
época, y sobre ellos sitúa a su abuelo. “No sé nada de los amores de José
Molina antes de mi abuela” (pág. 44). “Él no me habló del doctor
Vallejo-Nájera. Ni de los fosos de letrinas llenos de mierda enferma, ni de los
pantalones sangrantes, ni de las latas de sardinas. Todo esto lo he leído en el
libro de mi amigo Javier Rodrigo, y a través de sus palabras enfoco esas
estampas que se formaron en el iris de mi abuelo cuando me dijo que le tocó
vigilar un campo de prisioneros” (pág. 93).
Aunque al final la reconstrucción
de la vida del abuelo mantiene una estructura bastante lineal, Sergio se
distancia de ella en bastantes momentos. Es decir, ésta es la reconstrucción de
la vida del abuelo igual que en gran parte es la reconstrucción de su propia
vida. Lo que a nadie le importa es
una novela digresiva: Sergio trata de conocer, por ejemplo, el campo de batalla
en el que fue herido su abuelo y nos narra la visita que hace a él, páginas en
las que se mezclan reflexiones sobre la Guerra Civil con sus discos de Metallica. Para narrar el Madrid del
abuelo, el narrador primero ha de hacer suya la ciudad, y en más de una página
nos relata las andanzas por ella, ciudad que también es la suya. O también se
nos puede plantear más de una reflexión metaliteraria sobre la construcción de
la propia novela, sobre las dificultades que se encuentra en su composición,
sobre los métodos de investigación que ha seguido para acercarse a la época
retratada, o más sencillamente sobre la elección del título.
Antes, al hablar de La hora violeta, citaba a Francisco Umbral y su Mortal y rosa. De Umbral he leído dos
libros, Mortal y rosa y La noche que llegué al café Gijón,
además de muchas de sus columnas de periódico (de hecho, durante una temporada
larga sus columnas me parecieron lo mejor que se podía leer en un periódico en
España). El tono de Lo que a nadie le
importa me ha recordado al Umbral más juguetón e imaginativo con el
lenguaje. Podría afirmar incluso que el lenguaje es el gran personaje de esta
novela de Sergio del Molino, un lenguaje muy simpático, rítmico, plagado de
ideas originales, comentarios que se olvidan del cuerpo principal de la novela
y se expanden por la página como digresión columnística: “Cuando los guiris
buscan en el Lonely Planet los mejores sitios para vivir la experiencia
madrileña del churro y la porra, ridiculizan un ritual de pueblo resignado. No
entienden que desayunar chocolate con porras es una forma de humillación. El
pueblo que lo practica siente que sólo puede recuperar su grandeza degollando a
soldados franceses en la Puerta del Sol y dejándose fusilar al día siguiente en
un cuadro de Goya con marco de oro. El chocolate con porras es un registro
fósil de la tragedia bárbara que es Madrid y no se puede tomar sin regresar al
absolutismo” (pág. 113).
La vida retratada aquí, la de
José Molina, pese a haber combatido en una guerra, es la de una persona
sedentaria, callada, para nada estridente. Que nadie se acerque a este libro
con el deseo de encontrar en sus páginas heroicidades, grandes secretos de
familia o giros inesperados de la trama, porque se va a decepcionar. Este es un
libro de ambición literaria, para lectores que sepan apreciar el misterio de la
vida, no el de las grandes gestas, sino el que se encuentra en los intersticios
de la vida cotidiana, en el deseo de reconstruir los silencios familiares que
acaban siendo, por extensión, los silencios de una época.
Lo que a nadie le importa me ha gustado mucho. Es un libro escrito
por un prosista magnífico. Me he sorprendido a mí mismo desconfiando de la
solapa del libro, cuando afirma que Sergio del Molino ha nacido en 1979; porque
esta novela me ha parecido la obra madura de un escritor con mucho talento.
Tengo curiosidad por saber cuál
será el camino literario que va a seguir Sergio a partir de ahora: ¿seguirá por
esta senda de la autoficción que tan buenos resultados le está dando? ¿Se
acercará a algunos de los huecos narrativos que he intuido tras acabar su
libro? ¿Escribirá la historia de su padre, del que, tal vez estratégicamente,
no se habla en este libro? ¿La historia de su vida en los veranos de Francia?
¿O volverá a la ficción?