Por Carlos Arcos Cabrera
(Publicado originalmente en revista digital, La barra espaciadora, Quito, el 3 de septiembre de 2014)
(Los capítulos extraviados de la novela Para Guardarlo en secreto. Alfaguara. Serie Roja, junio 2014)
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La ciudad era un infierno de autos, personas y edificios. Nada se asemejaba a la imagen que me había formado cuando la miraba desde el otro lado, desde Brooklyn. Infinidad de veces me pregunté cómo podría sobrevivir en aquel lugar. ¡Lo hice pese al duro invierno! y viví intensamente los aromas de la primavera y el calor del verano, miré cómo las calles y los parques se llenaban de hojas en el otoño y así pasó el tiempo.
Conocí latinos que trabajaban en la construcción o en la cocina de los restaurantes, que vivían atemorizados de que la migra los echara de allí, a pesar de sus miserables vidas de esclavos, soñando en que en algún momento cambiaría todo. Los acompañé hasta Queens a festejar a sus vírgenes y las fiestas de sus países, compartí la alegría insensata de sus fiestas, el baile y sus borracheras tristes. Allí aprendí el español de los ecuatorianos, colombianos, peruanos, centroamericanos. También conocí a chinos, indios, árabes, rusos, italianos, españoles. Vi cómo los indios rápidamente alcanzaban empleos que les daban mucho dinero y luego de un tiempo se mudaban a los pueblos ricos de New Jersey, aprendí otros idiomas y de la vida.
¡Me hice un habitante de la Gran Manzana! Allí a nadie importas, eso lo creí en un comienzo, la gente no mira mientras camina, va ensimismada escuchando música, hablando con alguien por el teléfono o perdida en su propia soledad. Es igual que caminar de memoria.
Cambiaba de vivienda de acuerdo a la fortuna, siempre tratando de tener cerca un sitio donde comer. No fue difícil: había lugares con alimento abundante, variado, de buena calidad y hasta exótico, ¡para todos los gustos! Por cierto, a veces había que disputarlo con los mendigos, con las ratas grandes y agresivas y, eventualmente, con uno que otro de mi especie. ¡Era inevitable!
En una ocasión en que me vi forzado a dejar el lugar en que vivía, no encontré mejor alternativa que refugiarme en los amplios jardines de una universidad. Una tarde de primavera divisé una mancha de sol que hacía brillar intensamente las hojas de la hiedra que cubría la pared. Para mi suerte, el lugar estaba rodeado por un denso seto de papiros que lo protegían de los guardias que controlaban el campus. Tomaba sol, cuando escuché una voz que tenía la tesitura de un barítono.
El dueño de aquella voz era un profesor que en un lenguaje farragoso e incomprensible, hablaba a sus estudiantes. No entendí nada y me dio inmensa pena por ellos que, con seguridad, tampoco entendían. Para mi sorpresa estallaron las risas. El profesor debió decir algo que les hizo reír, una risa franca, liviana, como el aleteo de cien aves al levantar el vuelo. No sé si se burlaba de él mismo, de algún colega suyo o de un estudiante. Creo que era lo primero. Algo de sabiduría había en aquel hombre.
Más que sus palabras fue la risa de los estudiantes que iluminaba la mañana, lo que me llevó a hacerme un asiduo visitante del lugar. Esperaba con verdadera ansiedad el momento en que la risa estallaría, de improviso, nacida de la nada. En cierta oportunidad, luego de que las risas cesaron, el profesor dijo lo siguiente y lo repito textualmente porque marcó mi memoria, igual que la cicatriz de la herida que llevo en mi cabeza:
—«Quizá lo que mejor sé, es que el hombre es el único animal que ríe; es el único que sufre tanto que tuvo que inventar la risa —hizo una pausa y continuó—. El animal más desgraciado y más melancólico es, exactamente, el más alegre».
Eran las palabras de un tal Nietzsche de quien nunca antes había escuchado hablar. Me interesé inmediatamente por ese hombre, me refiero al profesor. Esperé a que saliera. Lo hizo acompañado de un corrillo de estudiantes. Su aspecto físico nada tenía que ver con su voz gruesa y seductora: era un tipo más bien bajo, barrigón, pelo blanco y con la coronilla brillante por la calvicie. Lo seguí a la distancia hasta que se enrumbó por la avenida en compañía de una hermosa chiquilla, más alta que él.
Me hice asiduo asistente a sus clases. Reconozco que es una frase pretenciosa, pues lo único que hacía es permanecer sentado cerca de la ventana, embrujado por la espera de la frase que desataría la risa. Ésta se volvía tensa, no sólo porque el profesor demoraba en decirla sino porque debía estar atento a las incursiones de los guardias: «eran animales desgraciados» pensaba, parafraseando a Nietzsche. Cuando se juntaban en el jardín formaban un corrillo del cual de pronto, surgían carcajadas estentóreas que en nada se parecían a las risas que provocaba el profesor en sus clases. Las de los chicos estaban cargadas de una cierta tristeza o del ánimo de evitar que la amargura o la sinrazón de la vida les alcanzaran.
En forma un tanto mecánica, aunque bastante certera, deduje que mientras más estrepitosa era la risa, más desgraciado era el hombre o la mujer, y ésa ha sido una especie de regla que aplico para calificar a los humanos. Una sonrisa apenas esbozada en los labios demuestra que se está más cerca de la felicidad que una sonora carcajada. En algunas ocasiones me pregunté cómo reiría Nietzsche. Por lo que escuché al profesor, aquel hombre había sido un tipo muy desafortunado en el amor y, por tanto, debía haber reído muchísimo.
Se aproximaba el verano y el curso estaba por concluir. Los días se hicieron largos y calurosos. El viento agitaba las cabelleras de los estudiantes y la preocupación por el ensayo final hacía lo propio con sus espíritus. Tal vez por esa razón las risas eran estridentes, al igual que el ruido que provocan las piedras al rodar o las olas que antes de volver al mar se escurren entre los cantos rodados.
La última conferencia concluyó con una frase de aquel hombre llamado Nietzsche: «Si la existencia tuviera un fin, éste tendría ya que haberse alcanzado». El silencio se hizo en la clase y con la voz más gruesa y más seductora que en ningún otro momento, el profesor dijo: El curso ha concluido.
Un aplauso apoteósico resonó en el aula. No miento ni exagero si digo que todas las palomas que ensuciaban las estatuas, las gradas y los aleros de los edificios de la universidad levantaron vuelo. Después de que cesaron los aplausos, que duraron varios minutos, un denso manto de silencio se posó en la universidad. Fue tal que si existiese una historia del silencio, aquél debió haber quedado grabado como un hito.
Me quedé anonadado y apesadumbrado. ¿De dónde había nacido aquel silencio? No sé si de la parte triste del alma de cada uno de los estudiantes, debido a que el curso concluía y así también la esperanza o desesperanza, de que podía haber algo más para escuchar y acabar con ese cerco de duda en que los había sumido el profe y las palabras del filósofo.
En ciertos momentos sentí que mi cerebro estallaba y que toda mi vida y la vida del mundo que conocía se coloreaban de una extraña, por no decir extraordinaria, luminosidad y que esas frases eran la clave secreta para comprenderla. Pero, de pronto, en medio de esa luminosidad, todo se volvía borroso y el mundo y mi propia vida se trastocaban en una oscuridad cavernosa.
El verano llegó y abandoné el campus de la universidad. Dejé de atormentarme con las preguntas que aquel profesor había sembrado en el centro mismo de mi corazón y me dediqué a merodear por los parques. Tenía comida abundante y variada, que dejaban los que almuerzan al aire libre: sushi, pizza, falafel, hamburguesas, pollo KFC, sándwich de roastbeef, salmón ahumado y demás. ¡No me puedo quejar! El verano tornaba generosos a todos los espíritus de la ciudad y eso permitía la existencia de un gato salvaje urbano (USC en las siglas en inglés) como yo.
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