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Lo que dejó el día 37 de viaje

Publicado el 24 febrero 2024 por Claudia_paperblog

Los sonidos son más vivos aquí, cierro un instante los ojos y el agua que corre por la fuente escalonada circula por mi cuerpo, el aleteo de una mariposa de un esmeralda imposible es el alimento de mi alma, los sigilosos pasos de ese joven monje son las pisadas de mis antepasados, las plantas y flores que me señala se convierten en las azaleas de mi balcón. We’ll end up in richest poverty, pero felices. Usé esa canción en Roma porque éramos los más felices del mundo, yo más seguramente, porque me agarrabas de la cintura como si no me fueras a soltar jamás.

No quiero perder el poder de maravillarme, como dijo un famoso escritor. Cuando lo pierdes, es cuando te vuelves viejo. Puede ser un proceso o de repente. Con tanto ruido, a veces cuesta fijarse en lo bonito, en la paz, en lo que importa.En la calle, queman dinero falso para enviárselo a los muertos. Existe la creencia de que lo necesitarán en el cielo para tener la vida deseada. El humo y las cenizas me llegan desde el arcén de la carretera mientras circulo en moto.

Tengo un nuevo olor favorito, como el de esa planta que endulza el aire de las islas griegas en verano, como el aroma de las higueras. Los campos de arroz, cuando están verdes, entran en mis pulmones por la nariz. Huelen a Asia. Y huelen igual que algunas cocinas, no huelen a arroz cocinado, pero sí a la pasta de arroz que usan para hacer unos tacos o pizzas vietnamitas.

Escribo, como siempre, para que no se me escape la vida, pero me cuesta empezar. Por eso no escribí sobre la nostalgia que sentí después de pasar cuatro días con sus noches con esos chicos de veinte años tan divertidos. Conducen motos desde los once años. Tuut, mirando hacia arriba, me colocaba el casco y me lo ataba con dulzura. Tenía unos ojos oscuros como pozos de agua y unos dientes pequeños, como si aún fuesen de leche. Jugaba muy bien al billar. Me regalaban dulces y pipas y mango verde con guindilla, y pasas de color caqui. Jugamos con la pelota que vi por primera vez en Camboya, que es parecida a un volante de bádminton, pero con algo de peso. Yo nunca conseguía acertar con el talón, solo con la punta. Vino la niña de la casa, de unos cuatro años, y yo le hacía las piruetas que mi padre nos hacía de pequeños. Nos costaba comunicarnos, pero con sonrisas y gestos nos entendíamos. Me divertía ver cómo se acercaban a algún grupo de chicas para entablar conversación. Tuut era tímido y se ponía a fumar a cierta distancia, su compañero no tenía ninguna vergüenza. Con su sonrisa descarada, su pendiente en la oreja, su peinado moderno y su desparpajo, se sentaba junto a las chicas en cualquier bar o mirador. El tercero, Trung, siempre llevaba unas gafas de sol puestas y la música a todo volumen en su altavoz. Los eché de menos en cuanto nos despedimos, pero no me dio tiempo ni de llorar, porque todo va rápido, porque hay cambios casi a diario, porque no siempre puedo estar sola.

Quiero recordar el restaurante al lado de la carretera donde me paro a comer antes de ir a un monasterio en mitad de un lago. Pienso que estarías orgulloso al verme conducir la moto por estas carreteras llenas de un tráfico desordenado, pitidos y adelantamientos peligrosos. Las sillas son bajitas de plástico, así que D.K. estaría feliz. Hay una mesa larga con seis chicas vestidas igual, con pantalón blanco y vestido rojo hasta el suelo. Me miran cuando detengo la moto y se ríen nerviosas. Siguen mirándome y sonriéndome mientras pido y mientras como. El dueño tiene cara de emperador, un bigote y una barba larga, cabello largo también. Me sirve arroz del color de la paella con torrezno, tomate en rodajas y verdura. Lo devoro con fruición. Se despiden, yo sigo sentada un rato y observo la carretera. Un coche caro se para frente al restaurante y de él desciende una mujer elegantemente vestida. Su marido baja después del coche e imagino que se quedan a comer allí, pero no lo sé seguro porque pago y no me quedo a verlo.

Necesitaría un epílogo, pero creo que no lo puedo escribir, porque no sé cuándo acabará esta historia y supongo que esa incertidumbre es de las mejores sensaciones que he tenido nunca.

Me preguntan qué puntuación tengo como novia y les contesto que un 10. Se ríen porque no puedo puntuarme a mí misma. Les digo que tú me pondrías esa nota y me imagino llamándote un día con el altavoz solo para que te oigan decir que soy la mejor novia del mundo. Yo te pondría un 10 también. Luego les hago saltar una valla e ir caminando por un sitio prohibido hasta que nos para la policía y les digo que me bajo la nota a un 9.

-¿Por qué?

-No sé, por obligaros a hacer este tipo de cosas.

-Para mí esto es algo bueno, esto incluso sube la nota.

Y me recuerdo haciéndote subir a aquel mirador de Santorini diciendo que eran 30 minutos cuando en realidad era casi una hora, o caminando 45 minutos bajo el sol abrasador de Yogyakarta para no gastar en un tuk-tuk, o caminando en chanclas por la selva habiendo dormido pocas horas para llegar a una playa espectacular. Y eso quizá te hacía odiarme, pero a la vez es lo que me hace especial.

Lo que dejó el día 37 de viaje

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