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Lo que esconde el sortilegio maravilloso de un icono: su color, su sensación y su leyenda.

Por Artepoesia
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Siempre hay mucho más que lo que vemos, al pronto, en una representación iconográfica cualquiera. La sutileza de su autor junto a la sensibilidad subjetiva del que la mira produce así el milagro indescriptible de lo bello. Porque lo bello no es sólo una evidencia somera de unos rasgos equilibrados, angulosos, definidos o ajustados a la proporción de una excelente decoración narrativa. No; lo bello cuelga, huérfano incluso, solitario, sin sentido a veces, otras oculto, desde las cuatro esquinas del paralelogramo artístico de una creación. A veces, se ve; otras, no tanto. ¿Qué hace, entonces, que se perciba o no? Tan sólo con los ojos invisibles de lo emocional, de lo que encierra ahora la singular sensibilidad del que lo mira.
Cuando el famoso héroe griego Ulises alcanza las islas traicioneras de los Cíclopes, deseoso de conseguir ahora víveres para sus hombres, descubre cerca de una gran cueva el ganado que necesitan para sobrevivir. Allí mismo asan la carne, y la disfrutan relajados dentro de la cueva en un gran banquete improvisado. Pero ignoran que el dueño de ese ganado es el gigante Polifemo. Éste llega a la cueva al atardecer. Su envergadura es monstruosa, y su rostro aterrador. Un poderoso, céntrico y único ojo brilla ahora en su bestial cara, y con él ve tendidos a Ulises y a sus hombres, sosegados además por la saciedad de una comida abundante. El gigante ahora tapona decidido con unas grandes piedras la entrada a la cueva, y de este modo quedan ya todos encerrados, sin poder escapar.
A principios del siglo XIX, sobre 1809, el gran creador del Romanticismo británico Turner compuso Ulises burlando a Polifemo, aunque la obra se fechó finalmente en 1829, el año en que se presentó al público en la National Gallery. La fuerza de los colores, la genialidad de la composición, la originalidad con que plasma la narración mitológica, ahora situada ésta en un grandioso paisaje crepuscular, es absolutamente sagrada casi. Es tanta la belleza que existen en sus formas, en sus colores, en sus elementos ubicados sin un orden preciso, confundidos ya dentro de una mezcolanza de tonalidades parecidas, sin una señalada o acusada definición de sus contornos. Y por ello la belleza no se percibe del todo ya en nada concreto que pueda reflejarse claramente en la obra, sólo se manifiesta en lo que no se ve y en lo que desde el conjunto de todos los matices deslabazados ahora, al pronto, se presiente con una fuerza atronadora.
Porque lo que el autor decide mostrar es la huida posterior de Ulises y de sus hombres en el barco de su odisea, pero sin dejar muy claro quién es quién, y cómo son, y en dónde están realmente ubicados los protagonistas de esta historia. ¿Se necesita saber esto en verdad? ¿Es preciso conocer aquí cómo son, y quiénes, los personajes antagonistas de esta mitología? Porque uno es Ulises, el taimado, el inteligente y osado héroe, y que imagina atrevido los recursos necesarios para sobrevivir. Porque el otro es el malvado gigante, el hijo del dios Poseidón, y que gobierna las Cíclopes a su antojo. Pero, ninguno de los dos personajes importantes, los que justifican la obra, aparecen claramente en el lienzo titulado con sus nombres.
Ulises decide luego una hábil y engañosa estratagema para salir de la cueva y huir de la isla. Porque no es fácil conseguirlo, a la fuerza y ferocidad de Polifemo se unen sus aliados hermanos en la isla, además de las piedras que taponan la salida de la cueva. Primero, engaña al gigante no diciéndole su verdadero nombre; le dice ahora que él se llama Nadie. Segundo, lo emborracha para poder mejor hundirle una fuerte rama de olivo en su único ojo. Tercero, se atan todos ellos a los vientres del ganado. Porque el gigante no ve, no ve nada, pero no ha perdido su fuerza ni su poder. Grita a sus hermanos que Nadie le ha herido en su ojo, y, tanteando con sus manos el lomo -no el vientre- del ganado, saca uno a uno a todos de la cueva; aunque, sin quererlo así, también saca a los griegos que, aferrados a los vientres, salen juntos al ganado.
El pintor Turner refleja en su obra el momento en que los marinos y Ulises, ya en el barco, se burlan de Polifemo. Miran hacia la izquierda del cuadro, y es por ello que suponemos que ahí estará el gigante. Pero no se ve. Podemos intuirlo, podemos imaginarlo, intercalado apenas en la silueta montañosa de su isla, vislumbrarlo así casi. A Ulises tampoco podemos ubicarlo, está en el barco, en algún lugar del barco, confundido entre sus hombres. La belleza del encuadre no nos exige ya otra cosa. Sólo, ahora, admiramos la maestría tempestuosa de los colores, ese fondo de un atardecer extraordinario. Pero, ¿es un atardecer realmente lo que vemos?, ¿por qué no un amanecer? ¿Cómo lo distinguiremos, sin embargo?
Pero no importa nada de esto. Lo esencial es tan sólo la impresión emocional de ese momento. La narración si acaso la sabemos, o la conocemos de antes, o la leemos después. Ésta no hace más que conferir y ubicar en algo los contornos con la leyenda conocida, o por conocer; y que, ahora, justifica así una especial razón, oculta también, en lo que vemos, en lo que parece que vemos, y que es verdaderamente lo que ya nos alcanza luego a estremecernos. Con sus retazos de pigmentos, de líneas, de espacios separados, de formas misteriosas y desconocidas. De elementos siderales y naturales, transformados todos ellos en una amalgama refulgente, casi de fantasía, pero que comprenden el sentido de la imagen, del icono representado, de lo único que, al pronto, nos seduce, nos convence, y por tanto nos evita ya del todo ahora elucubrar qué es exactamente esto que delante tenemos; aun lo que no está dentro del encuadre, lo que sólo parece, lo que subyace, lo que nos sobrecoge, su belleza..., lo que ahora miramos.
(Óleo Ulises burlando a Polifemo, 1829, del pintor romántico Turner, National Gallery, Londres; Lienzo de la autora actual de origen colombiano, Marcella Gómez, Atardecer o Amanecer, Florida, EEUU; Cuadro del pintor norteamericano de la escuela del río Hudson, Thomas Moran, Sol rojo en los cielos, 1875, Museo de Carolina del Norte, EEUU; Óleo La Resaca, 1930, del pintor español Nicanor Piñole.)

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