Revista Medio Ambiente

Lo que Iván Illich no pudo imaginarse

Por Ne0bi0 @buenosviajeros

El iPhone apareció hace 14 años, creando una necesidad que antes no existía. En la actualidad, más del 90% de los estadounidenses poseen teléfonos "inteligentes". Un nuevo contexto en el que usamos los dispositivos móviles para comunicarnos, conectarnos, trabajar, aprender y evitar el aburrimiento. Este móvil ha penetrado en todos los aspectos de nuestra vida, independientemente de la edad (la edad condiciona el efecto que puede tener, pero eso es otro análisis), y su portabilidad le da ventaja sobre cualquier otro dispositivo digital.

Acabábamos el artículo anterior en Ethic refiriendo el hecho de que, al subcontratarlo todo a nuestro móvil, dependemos de él para todo. La desventaja de esta dependencia absoluta, dice el experto en desintoxicación digital, Holland Haiis, es que la tecnología digital ya es "la nueva adicción del siglo XXI". Sabemos que la dependencia al móvil es la adicción tecnológica predominante pero la pregunta es más sucinta (y por ello, más general): ¿Es el tipo de adicción predominante en este siglo? Si este fuera el caso, sería la primera vez que una droga haría difícil, ante sus innumerables beneficios, evaluar cuándo su uso excesivo se convierte en dependencia.

El 63% de los usuarios estadounidenses han intentado limitar el uso de su teléfono, pero solo lo ha logrado un 30%

¿Dominamos al móvil, o al revés? Si es al revés, ¿cómo afecta a nuestra vida y a nuestras relaciones? El teléfono móvil ha existido durante años; entonces, ¿por qué este repentino aumento de la adicción? Simplemente, se trata de la naturaleza del contenido del 'nuevo' dispositivo: al aprovechar algunas plataformas como redes sociales, videojuegos, navegación, sobreexposición a datos (es importante distinguir información de 'infoxicación'), música, compras, etc, capitaliza mayor atención. Estas adicciones, al no ser independientes, tendrían 'efectos multiplicativos' aún no identificados. Desde mi punto de vista, el móvil 'inteligente' acabará esclavizándonos (en algunos casos ya lo consiguió), porque es mucho más que un teléfono. Porque implica un uso intensivo del que se derivaría contraproductividad (recordemos a Illich) debido a los efectos multiplicativos mencionados. Cada app que se le añade y cada actualización que lo acompaña busca hacerlo más adictivo. Así, la tasa de uso del móvil crece exponencialmente.

Desde esta perspectiva,el móvil es el 'elefante blanco' que no vemos. Pero hay más: también es un caballo de Troya moderno; una simbiosis de troyano y 'mula-transportadora de droga' capaz de evolucionar desde dentro para destruir la voluntad del que cree estar controlando la situación. Algunos datos actualizados ya nos dicen de que el 63% de los usuarios estadounidenses, conscientes de la dependencia, intentan limitar el uso de su teléfono. Pero lo logran solo el 30%. La recaída es mucho peor.

El móvil, al facilitar el acceso a las mencionadas plataformas, sufre varias metamorfosis a 'mula-transportadora', puesto que las sustancias que nuestro organismo emitirá al acceder a ellas tendrían efectos similares y sobre las mismas zonas de placer del cerebro que apuntarían otras drogas o juegos de azar. Sin esta interacción, la adicción al móvil probablemente sería menos grave. Por ejemplo, sin las redes sociales, intrínsecamente adictivas -si no, ¿cómo hubiese el patrimonio neto de Mark Zuckerberg alcanzado los 54.000 millones de dólares?-, o sin los videojuegos, el efecto adictivo del móvil se reduciría sensiblemente.

¿Por qué no aceptamos con Russell Belk que el móvil es una parte integral de la forma en que los humanos operamos a diario?

Otra metamorfosis del 'móvil-troyano' se produce por las notificaciones, ya que conllevan sacudidas de placer; descargas de dopamina (el neurotransmisor relacionado con el sistema de recompensa que sentimos al obtener algo o estar motivados) que, por ende, es un refuerzo variable (el que más condiciona). Cuanto más prolongado es el intervalo de tiempo, mayor es la producción de dopamina. Y cuantas más recompensas recibamos, más queremos y más necesitaremos en el futuro, incrementando así la tolerancia. Esto conduciría a hábitos bien establecidos, procesos automáticos que al inducir el switch off del cerebro no suponen inversión de energía, reafirmando la conexión -sinapsis reforzadas que propiciarán autopistas neuronales-. Cuanto más se prolongue la exposición al móvil más cambiará la química de nuestro cerebro y más se revelará esta adicción a la tecnología como lo que realmente es: un hábito incontrolado e incontrolable.

La nomofobia (y no la 'movilfobia') fue el término más popular del 2018. En pocas palabras, es el miedo a no tener el móvil con nosotros. Observemos que lo que se ha hecho popular no es la filia, sino el síndrome, la incapacidad para usar el dispositivo. En los próximos años, la nomofobia será probablemente una palabra de uso frecuente. Esa ansiedad que padecemos cuando nuestro teléfono no está cerca y que desemboca en llevar el desencadenante de la adicción en nuestros bolsillos. Desafortunadamente, como ocurre con las advertencias en las cajetillas de tabaco, lo hemos normalizado y ya no hace mella. Es el elefante blanco.

¿Podríamos verlo bajo otra perspectiva? ¿Y si en lugar de situarnos a la defensiva, en el sistema nervioso simpático, abrimos nuestra mente y nos situamos en el parasimpático, lejos de las adicciones patológicas? ¿Por qué no aceptamos con Russell Belk que el móvil es una parte integral de la forma en que los humanos operamos a diario, y, por tanto, una extensión de nosotros mismos? ¿A dónde nos llevaría este punto de vista más 'optimista'? Continuará.

Joan M. Batista Foguet es catedrático de Métodos de Investigación y Director del Leadership Development Research Centre en Esade. Este artículo forma parte de 'Tecnología y excesos: ¿nos hemos perdido en el camino?', una mini-serie de publicaciones que busca reflexionar sobre los límites de la revolución digital.

La entrada Lo que Iván Illich no pudo imaginarse se publicó primero en Ethic.


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