La llamé Luz.
Nació el cuarto atardecer de aquel verano que nunca fue, desterrado entre tormentas incansables que trajeron la oscuridad y el invierno perpetuo a estas tierras.
Lo sé. Resulta absurdo. Pero sí, la llamé Luz.
Entonces llegó la niebla,
el manto negro,
la lluvia,
la desesperanza,
la naturaleza muerta.
Y estaba su piel de nieve,
su boca de cereza,
su tacto de seda,
su risa de hada,
las manos prometiendo primaveras.
Más tarde vino el trueno,
el rayo,
las centellas,
la destrucción de la vida,
el terrible y pesado silencio.
Y estaba su piel de tigresa,
sus ojos de gata,
su orgullo de yegua,
su rabia animal,
la loba que aúlla promesas.
También se instaló la tristeza,
el desamparo,
el desaliento,
el vendaval,
el sur perdido de la rosa de mis vientos.
Y estaba su puñal,
su desgarro,
sus uñas y dientes,
su lucha infinita,
la guarida de sus brazos en la guerra.
Contra las tinieblas
Luz,
y ganándole el pulso al frío
lo que merece mi pena.
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