Con el cambio de casa y la llegada de las golfiantas hace más de cuatro años, por si teníamos poco, llegó también merodeando por el jardín un gato blanco y negro. Cogió confianza tan pronto, que un día, estando aún de permiso de maternidad, me lo tropecé retozando en mi cama. Lejos de asustarse al verme por sorpresa, estiró sus patas y maulló muy suave. "Anda, ven y ráscame la barriga", debió decirme.
Aquel primer encuentro no dio pie a muchos más, que recuerde, y si nos cruzamos debió ser en la calle, de lejos. El gato tenía pinta de cuidado y tampoco se le veía flaco. Supe que entre varios vecinos le daban de comer y hasta lo habían estirilizado.
Al año volvió a merodear por mi casa y cuando las golfiantas lo vieron se lanzaron encima, sin saber bien qué era un gato. Le echaron tierra en el lomo, la gran diversión, y hasta ahí llegó su acercamiento. No volvimos a verlo... hasta el inicio de confinamiento.
Entonces ya el gato pasó a llamarse Benji (todos los gatos y perros en esta casa, reales o de peluche, se llaman así), aceptó el coñazo infantil a cambio de comida, cariños y solito en el jardín.
La compra en el súper incorpora ahora comida de gato. Benji nos espera tempranito por la mañana en el porche, merodea un rato con nosotros y luego se va por ahí. Hay días que entra hasta la cocina y maúlla porque tiene hambre; otras viene ya comido y solo busca el contacto humano. Más de un arañazo les ha lanzado, con el consiguiente drama infantil, porque entre lágrimas y decepción aseguran que "es un gato malo y salvaje, que ya no quiero volver a ver". Pero pasan unos minutos y volvemos a la casilla de salida: si no anda por casa lo llaman y lo esperan, como al novio en el portal.
Benji ha aceptado la vara de dos niñas de casi cinco años, ha tolerado a regañadientes que lo bañen con fairy (¡oh, cielos!) a cambio de compañía. Y esto es lo que nos ha traído este confinamiento... no sé si cuando llegue esa supuesta nueva normalidad cambiará de aventura.