Un día de hace casi veinte años nos despertamos con la noticia de la muerte de River Phoenix por sobredosis. Había sido todo un icono para muchos de nosotros, pacifista, vegetariano, ecologista. Su vida superaba cualquier ficción, hijo de hippies crecido en una secta, con una existencia digna de una gran novela. Era el mayor de una serie de artistas de los que entonces únicamente nos sonaba Rain. Un día tras otro nos empapábamos los periódicos para saber las circunstancias del fallecimiento, pero todo lo que viene de los USA tiende a camuflarse y no se quería que la imagen impoluta del actor se viera empañada por su muerte a las puertas del pub Vipper Room rodeado de algunos de sus amigos, como Johnny Depp mientras su hermana intentaba reanimarlo. Tenía sólo veintitrés años y lo habíamos mitificado, más que por sus películas comerciales, por sus papeles en la pantalla más underground, como aquel inolvidable My own private Idaho, donde el mito se clavó para siempre en nuestras retinas colectivas. River Phoenix había muerto y nosotros no sabíamos muy bien dónde estábamos, quiénes éramos, pensando que el futuro era absolutamente nuestro.
Éramos la Generación X, el término que Douglas Coupland había acuñado y que englobaba a los que habíamos nacido entre 1970 y 1980 con una serie de características más o menos comunes. Yo confieso que fui de los miembros más privilegiados de aquella privilegiada generación. Viví teniendo cuando quise y pedí, nunca pensé que los años posteriores darían tantos giros que harían absolutamente irreconocible la realidad. Para mí el mundo eran mis películas, mis libros, mis noches, mis viajes, mis estudios, mis amigos y mi deseo irrefrenable de comerme la vida y vivir intensamente cada día. Confieso, lo confieso que mucho de Historias del Kronen tiene que ver conmigo. El resto poco me importaba. Salamanca, Brighton y Madrid fueron mis escenarios principales de aquellos años, Bolonia, Oxford, Cambridge, Saint Andrews, Londres o Florencia fueron otros más secundarios. En la medida de lo posible he intentado no acercarme en exceso a ellos hasta no volver a estar preparado. Donde no me acercaba, a no ser que fuera estrictamente necesario, era a Cáceres. El tener poco contacto con la familia era una de las características que Coupland había dado a la Generación X, entre otras, como la apatía, la depresión, el descreimiento en el sistema y las instituciones, y otras cuantas más que no recuerdo ahora, en una palabra, aquello que se dio en llamar el grunge, con sus diversas vertientes. Yo acuñé el término pijogrunge para definir al grupo de amigos. El palabro lo traduje de mi original inglés poshgrunge, pues ésa era la lengua que más se usaba en la pandilla, aunque confieso que durante cuatro años la lengua que más hablé fue el italiano. Eso mezclado con los otros idiomas hizo que a mi vuelta a la patria chica tuviera un acento en castellano bastante peculiar.
Y hablando de retornos me encontré al volver a España con el término JASP, jóvenes aunque suficientemente preparados, que era como se nos llamaba por estas tierras. Como ya dije pensábamos que el futuro era nuestro y que todo sería un camino de rosas abonado por los ideales que teníamos en la cabeza, aunque los medios aseguraban que éramos unos pasotas, pero bien es cierto que no he ido a más manifestaciones, asambleas y actos en la década de los 90 que en toda mi vida, incluyendo mi no demasiado extensa carrera política que inicié al final de esa década, como natural consecuencia de mi activismo, eso sí, moderando bastante mis posiciones de comienzo de la década. Si el día en que fui uno de los agitadores de la pitada a Felipe González en la Autónoma me hubiesen dicho que habría acabado militando en el PSOE y ocupando cargos públicos me habría partido de la risa.
Éramos pasotas, decían, nos habían dado todo hecho, afirmaban, pero las carreras las sacamos nosotros, los idiomas los aprendimos nosotros, viajando y estudiando. Pasamos de la tele en blanco y negro a los cinco canales privados y la parabólica, de la cámara de super 8 al vídeo, de las cintas y los vinilos al cd y el walkman, vimos cómo las cocinas se llenaban de aparatos de aspecto galáctico, conocimos los teléfonos inalámbricos, los móviles, que a finales de aquella década ya casi todos teníamos, y en plena adolescencia tuvimos entre nuestras manos los primeros ordenadores personales (Spectrum, Dragon, Commodore), mientras la música de la movida daba fondo a nuestra adolescencia, vimos los IBM, el sistema MS2, los primeros Mac que nos sorprendían y que hacían que Windos 95 no fuera ninguna sorpresa para quienes habíamos conocido esos ordenadores cubo, yo manejé internet por primera vez en Inglaterra en 1991 y en el 92 tenía un email lleno de números imposible de recordar. Supongo que debería hablar de los Juegos Olímpicos y la Expo, pero eso me cogió fuera de aquí y sólo tengo recuerdos televisivos. En una palabra, la década dorada de la Generación X comenzó con la Caída del Muro y nosotros, en aquel entonces, entendíamos perfectamente nuestro entorno, aunque viviéramos al margen de él y prefiriéramos golpear las puertas del cielo o afirmar nuestro propio deseo estar en la esquina o en la calle apurando todos los cálices hasta la última gota.
En aquellos días se publicaron algunas espléndidas novelas con títulos tan premonitorios cono "Matando dinosaurios con tirachinas" o "Arde lo que será" casi dis décadas después (Dios mío como pasa el tiempo) se han convertido en la cruda realidad de los que conformamos esa Generación X: hastiados, parados, endeudados, faltos de ilusión y esperanza, frustrados porque nuestros sueños se han ido al garete. No narro ni cuento casos porque seguro que todos tenéis alguno cerca. Cuando compré mi casa hace diez años daba clases, escribía, dirigía, hacía tele, ocupaba cargos públicos... Excepto la política, que la dejé por propia decisión, el resto el viento se lo llevó. Hoy vivo sin ilusión, sin ganas de levantarme, porque un día está lleno de horas que llenar. Ni de escribir tengo ganas y lo podéis ver en este blog que durante años tuvo entradas diarias y ahora pasan los meses sin que escriba una línea. Si me muevo me deprimo por las negativas que recibo una tras otra, porque para cualquier cosa tengo demasiado currículum (manda narices), y si me quedo mano sobre mano me come el remordimiento de nada hacer y así pasa mi vida en un círculo vicioso en el que cada día estoy más encerrado, atado a mi hipoteca, enclaustrado en mi mundo interior y con fobia auténtica a todo lo que está más allá del umbral, aunque me queda el inútil consuelo de saber que soy un cuarentón que pertenezco a la generación mejor formada de la historia. Menos da una piedra...