Revista Cine
Las recreaciones en torno a la figura del hombre-lobo, del licántropo, cuyas raíces se hunden en leyendas arcanas que han traspasado los límites de muchas culturas, ha sido tradicionalmente un buen caldo de cultivo para el cine, lugar donde las peores pesadillas del ser humano siempre han encontrado facilidad para materializarse. Especialmente en el ámbito anglosajón, las películas sobre hombres lobo, o con presencia tangencial e incluso testimonial de ellos, han goteado de manera constante desde hace décadas, ya sea a través del género del terror puro, el slasher, el drama psicológico, la animación juvenil o también la comedia.
Sin embargo, parece que en España existía cierto tabú para abordar el tema de la licantropía en la ficción, tal vez por ese miedo al fracaso económico consustancial del cine español (y que de producirse siempre saca a relucir los mismos tópicos manidos sobre ayudas y subvenciones) o, más bien, por ese terror a la crítica furibunda que todo (¿buen?) español tiene siempre preparada contra un título patrio, sin distinción de género y casi siempre antes de ver la película. Tal vez por ello se explica que los últimos (y casi únicos) ejemplos de buen cine licántropo nacional (deudor de los títulos de la mítica productora Hammer y de los giallos italianos de Dario Argento o Mario Bava) lleven el sello de Jacinto Molina y su alter ego Paul Naschy, en una época (la de los últimos sesenta y primeros setenta) en la que los prejuicios, al menos a nivel fílmico, parecían menores o menos importantes.
Así, el nunca suficientemente reivindicado fantaterror español ha quedo relegado durante años a las estanterías polvorientas de los videoclubs de culto y a los santuarios domésticos de los frikis nostálgicos, acomplejado y temeroso de que la comparación con su hermano estadounidense (al que es un error calificarlo como mejor por defecto) deje en evidencia sus costuras y errores. Craso error, porque de la falta de complejos suelen surgir las mejores películas, aquellas que conscientes de sus limitaciones ofrecen un producto sincero, auténtico, que tiene en su transparencia su mejor seña de identidad.
Este podría ser el caso de Lobos de Arga (2011), la tercera película como realizador de Juan Martínez Moreno, tras la irregular buddy movie Dos tipos duros (2003) y el thriller moral Un buen hombre (2009). En esta ocasión, Martínez Moreno cambia totalmente de registro y se lanza a dirigir (y escribir) esta comedia de terror que pretende ser un sincretismo entre aquel fantaterror de serie B sólo apto para nostálgicos y la típica comedia de humor grueso con caras conocidas que parece haber conectado con las nuevas generaciones de espectadores.
Tomás (Gorka Otxoa) es un escritor de nulo reconocimiento que regresa al pueblo en el que se crió para, supuestamente, recibir un homenaje de sus habitantes. Pero pronto se dará cuenta de que la verdadera intención de sus vecinos es utilizarlo para acabar con una maldición centenaria que él, como último descendiente de la familia que la provocó, es el único capaz de hacerla desaparecer. En esta difícil situación sólo contará con la ayuda de un amigo de la infancia (Carlos Areces) y con la presencia inesperada de su editor (Secun de la Rosa), además de con un perro que demuestra más inteligencia que los humanos que le rodean.
Lo que empieza siendo una comedia que explota las situaciones extrañas que ejemplifican el choque entre lo urbano y lo rural (todos hemos experimentado esa sensación de incomodidad y vigilancia del forastero que practican las personas de los pueblos) deriva poco a poco hacia el terror cuando se descubre la presencia del hombre lobo de la maldición, por mucho que el film nunca abandone el terreno de lo cómico salpicado de algunos chistes acertados y de alguna escena que roza el gore y lo escatológico. A pesar de cierta irregularidad en la resolución de algunas secuencias y del comportamiento a veces errático de los licántropos (sanguinarios e implacables a veces, incomprensiblemente torpes y condescendientes en otras, aunque eso es habitual en todas las películas del género), Lobos de Arga mantiene un tono general que aprueba con soltura, sustentado en la presencia de unos actores muy acostumbrados a hacer reír al respetable (en este sentido vuelve a destacar por encima de todos el gran Carlos Areces) y que sacan lo mejor de sí mismos más en los gags verbales que en los físicos. Y destacar también la siempre brillante presencia de dos secundarios de lujo como Manuel Manquiña y Luis Zahera, el primero como líder de la manada de los habitantes de Arga y el segundo como un instruído guardia civil de gran peso en la parte final de la trama.
Como he dicho antes, el principal valor de Lobos de Arga es su sinceridad, el asumir sus propias limitaciones y no por ello dejar de hacer gala de las mismas. Porque el cine español necesita aprender del pasado, y en ese pasado existe todo un género y una manera de hacer películas que ha quedado tristemente olvidada y que con esta película podemos, aunque sea sólo por un rato, recordar.