Aunque sea una noticia sin mucha trascendencia, al menos en nuestras fronteras, siempre asusta que obras de arte millonarias estén expuestas a las manos de cualquiera, ya sea un ladrón (profesional o espontáneo) o, como en el caso que nos ocupa, un civil con problemas psiquiátricos.
No era la primera vez que Susan Burns atentaba contra la integridad de un lienzo. Cuatro meses atrás fue arrestada por intentar destripar un Gauguin de 80 millones de dólares en la National Gallery of Art; y aunque había de por medio una orden de alejamiento, nadie le impidió intentarlo de nuevo y ensañarse con un Matisse de 2.5 millones. Ni corta ni perezosa lo estampó tres veces contra la pared, y aunque el lienzo no sufrió daños, el marco original quedó seriamente dañado. A Burns le han caído cargos por entrada ilegal, destrucción de propiedad e intento de robo, si es que en alguna ocasión tuvo la intención de quedárselo. Sobre los motivos que le llevaron a rajar el Gauguin, “Dos mujeres tahitianas”, Burns afirmó que era la obra de un artista “maligno” y su lienzo de 1899 “mostraba una desnudez nociva para los niños”. Después contaría a los investigadores que la obra protagonizada por dos mujeres en topless le parecía “muy homosexual. Intentaba eliminarla. Pienso que debería quemarse”.
La noticia queda en una fea anécdota cuando descubrimos que la Sra. Burns sufre de una evidente inestabilidad mental. Entre sus declaraciones se encuentra una realmente divertida asegurando que “soy de la CIA americana y llevo una radio en mi cabeza. Voy a mataros”.
La lectura negativa es que, si ya resultaba complicado acercarse como aficionado a algunas obras, corremos el riesgo de que museos (y agencias de seguros) conviertan algo que debería ser un deleite en un circo paranoico. Casi como un aeropuerto.
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