Revista Cultura y Ocio

‘Locuras de Brooklyn’: entre el Libro de la estupidez humana y el Hotel Existencia

Publicado el 28 noviembre 2017 por Benjamín Recacha García @brecacha
‘Locuras de Brooklyn’: entre el Libro de la estupidez humana y el Hotel Existencia‘Bogeries de Brooklyn’, la excelente traducción al catalán, a cargo de Albert Nolla, publicada en 2006 por Edicions 62.

«Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos momentos raros e inesperados en los que la voz que sientes dentro de la cabeza calla y sólo notas que vas acompasado con el mundo.

Quiero hablar del tiempo de primeros de junio, de armonía y de reposo bienaventurado, de petirrojos y de pinzones amarillos y de arrendajos azules volando raudos entre las hojas verdes de los árboles.

Quiero hablar de los beneficios del sueño, de los placeres de la comida y del alcohol, de lo que le pasa a tu cabeza cuando sales a la luz del sol a las dos de la tarde y sientes el abrazo cálido del aire».

Así empieza el capítulo «Días de sueño en el Hotel Existencia», superada ya la mitad de Locuras de Brooklyn, la novela más luminosa de Paul Auster, mi novela favorita de las cientos que he leído. La he vuelto a leer ahora, varios años después de hacerlo la primera vez. Entonces me maravilló, no por su excelencia literaria ni por su argumento fascinante, sino por su sencillez y su humanidad, por el carisma de su protagonista, el sexagenario Nathan Glass, la agilidad de su prosa y la vivacidad de unos diálogos punzantes e inteligentes.

Ahora ha vuelto a hacerlo. No se me ocurre mejor cumplido para un libro que el hecho de leerlo con una sonrisa constantemente dispuesta a dibujarse en la comisura de los labios. La sonrisa cómplice de quien siente que podría ser amigo del protagonista y de varios de los personajes; de quien, como ellos, podría pasar las horas de una agradable velada describiendo su Hotel Existencia, más en un momento en el que la gris y triste realidad del mundo lo invita a uno a fantasear con alternativas desnudas del artificio y la afectación que lo impregnan todo.

En esa velada en torno a la mesa de un restaurante francés de Brooklyn, surtida de buena comida y buen vino, Nathan, su sobrino Tom Wood y el librero Harry Brightman, jefe de Tom en Brightman’s Attic, dialogan sobre lo mal que va todo, sobre «este gran agujero negro al que llamamos mundo», según Tom. «Así, de lo que hablamos es de política», interpreta Nathan. «Sí, entre otras cosas. Y de economía. Y de la codicia. Y del lugar terrible en el que se ha convertido este país. De los fanáticos de la Derecha Cristiana. De los millonarios punto com de veinte añitos. Del Canal del Golf. Del Canal del Carajo. Del Canal del Vómito. Del capitalismo triunfante, sin que ya nada se oponga. Y de todos nosotros, tan satisfechos, tan complacidos, mientras la mitad del mundo se muere de hambre y no levantamos ni un dedo para ayudarles. Yo ya no puedo más, señores. Me retiro».

La desalentadora reflexión de Tom, un tipo brillante que, a pesar de su juventud, hace demasiado tiempo que renunció a sus sueños, me resulta tan familiar… Cambiemos un par de nombres para adaptarlos a la realidad española, por ejemplo, y obtendremos el pensamiento mayoritario de millones de comensales, asqueados de su vida pero incapaces de hacer nada por cambiarla, más allá de fantasear con imposibles hoteles Existencia. Eso sin contar a los millones que ya incluso han renunciado a la fantasía.

Locuras de Brooklyn trata sobre esa gente que, a pesar de la realidad gris y de los golpes bajos que propina la vida, quiere seguir adelante; sin heroísmos ni dramatismos. Siguen adelante porque de eso trata la vida, y porque siempre existe la posibilidad de que el destino, la fortuna, la casualidad (que cada uno lo llame como quiera), nos brinden la oportunidad de ser felices.

Nathan Glass regresa a Brooklyn, el lugar donde nació, tras superar un divorcio, la hostilidad de su hija, un cáncer de pulmón y la pérdida del empleo. «Tenía casi sesenta años, y no sabía cuánto tiempo me quedaba. Quizás veinte años más; quizás sólo unos cuantos meses. Fuera cual fuera el pronóstico, lo más importante era no dar nada por hecho. Como estaba vivo debía encontrar la manera de comenzar a vivir de nuevo y, aunque no tuviera mucho tiempo, no podía quedarme sentado esperando el final».

Pronto se hace con el barrio, con su gente, y siente que ha vuelto a casa. Es un hombre sencillo, en el otoño de su vida, con un pasado lleno de sombras y algunas luces, como el pasado de tanta gente, sin más pretensión que la de hacer borrón y cuenta nueva para vivir al día, y en ese camino, por qué no, saldar alguna cuenta pendiente. A ello contribuirá el encuentro fortuito con su sobrino, Tom Wood, junto a quien irá dando los pasos para que la utopía del Hotel Existencia sea algo más que un bonito sueño inalcanzable, uno de esos sueños sobre los que, motivado por el calor del alcohol y la amistad, uno habla en torno a una mesa.

Entre tanto, Nathan dedica el tiempo libre a escribir El libro de la estupidez humana, una especie de almanaque compuesto por anécdotas vividas, de su entorno familiar y de la historia de la humanidad en general, un proyecto sin fin.

El mundo está repleto de estupidez. En todas partes, a todas horas. Rescato dos líneas de diálogo del libro que lo resumen todo:

«—Por lo que dices, es como si estuviéramos en Yugoslavia.

—Sí, ya sé qué quiere decir. Cada imbécil defiende su palmo de tierra, y pobre de quien no sea de su tribu».

Creo que no es necesario comentarlo.

Así, Locuras de Brooklyn navega entre la estupidez humana de la que se compone la cotidianeidad y los sueños inalcanzables pero también no luchados que habitan en el Hotel Existencia.

Las locuras de Brooklyn con las que Paul Auster compone de manera genial esta novela deliciosa podrían ser las de cualquier barrio de clase trabajadora de cualquier ciudad. Todos conocemos un Nathan, un Tom, una Aurora o alguien que nos recuerde al soñador, generoso e inconformista Harry Brightman. Incluso nosotros mismos podemos identificarnos con alguno de esos personajes.

Mi Hotel Existencia se parece mucho al escenario que describe Nathan en el fragmento con el que iniciaba este escrito. Yo lo ubico en el Valle de Pineta, en el Pirineo Aragonés, o en Babia (en La Cueta ya existe una casa rural que responde a la descripción), la tan fascinante como desconocida comarca leonesa.

En mi hotel no habría lujos, el mayor lujo sería disfrutar permanentemente del entorno. Me bastaría compartirlo con las personas a las que quiero y poder dedicar el tiempo a leer, escribir y charlar. Sí, en torno a una mesa provista de buena comida y buen vino.

También habría música. The Sun and The Moon, del último álbum de The Corrs, Jupiter Calling, formaría parte del repertorio.

¿Me hablas sobre tu Hotel Existencia?

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