Alejandro López Andrada
Alejandro es un poeta que entra dentro de la categoría de los que en este blog vengo a denominar "poetas laterales": por su opción poética centrada en la naturaleza y en la memoria, pero también por su circunstancia existencial: vive en medio de la sierra de los Pedroches, en la Córdoba rural y profunda, lejos de la turba ciudadana y del rompeolas literario --que a veces rompe, o destruye algo más que olas-- de Madrid o Barcelona. Pero es, además, un poeta que frecuenta la prosa narrativa, que se zambulle en la escritura de memorias en las que se mezcla la experiencia íntima y la colectiva. Y es, también, un hombre generoso, cercano, al que nada de lo que en el mundo ocurre le es ajeno.Lo conocí hace mucho, creo que en la primavera de 1997, en su condición de organizador de unas jornadas sobre "Poesía y paisaje" en Pozoblanco. Miro hacia atrás y veo que han pasado quince años desde entonces y que aquellas jornadas se han convertido en materia de añoranza y de evocaciones (también en recipiente de ausencias, las fotografías que guardo revelan algún hueco de hoy que a todos nos duele). Allí nos encontramos (a muchos los conocía personalmente aquellos días) algunos de los poetas que pugnábamos por hacer un hueco a nuestra voz en el panorama literario a la sombra de Antonio Gamoneda que oficiaba de maestro de ceremonias (en todas las jornadas siempre hay uno de los grandes) y de Diego Jesús Jiménez. De aquel encuentro poético, en el que con la distancia de los años puedo reconocer una de mis primeras incursiones en el mundo de las jornadas e intercambios de poetas y críticos, me queda hoy el recuerdo de un Jordi Virallonga desbordante y propicio a las desapariciones de las que todos hablaban o callaban, de mi primera charla con Sergio Gaspar, entonces editor de "éxito" con DVD, de mis conversaciones con Isabel Pérez Montalbán, a quien conocí tras mi lectura en uno de los institutos de Secundaria de Pozoblanco, de un jugoso intercambio de opiniones con el poeta portugués Luis Filipe Sarmento (que, pasado el tiempo, acabaría traduciendo a su idioma mi novela Verano) de alguna larga conversación con Miguel Casado, de una cena con charla posterior con Concha García, poeta residente en Barcelona pero nacida en Córdoba, un viaje en taxi desde la estación cordobesa del AVE hasta Pozoblanco junto a María Antonia Ortega y una borrosa imagen de Alejandro, dedicado en aquellos días a garantizar que todo saliera a la perfección.
Mucho tiempo después, volví a aquellas montañas. Creo recordar que fue en septiembre de 2011 para leer poemas en Pozoblanco junto a Juan Carlos Mestre. Y pude hablar con sosiego con Alejandro López Andrada, quien, por otra parte, siempre se había cuidado de enviarme sus libros de poemas y sus novelas. Tuve la sensación de estar frente a una suerte de guardián de la poesía que, contemplando en la lejanía los mundos literarios de Córdoba, Barcelona y Madrid, seguía aferrado a la tierra originaria y a sus fantasmas e intentaba que los poetas que vivíamos en los “grandes” centros literarios del país pasáramos por aquellos pueblos a decir nuestros versos, a compartir con él ratos de complicidad y a convivir con sus fantasmas, con su memoria, con esa verdad tan honda que a veces nos transmite quien está acostumbrado a vivir en soledad, a escribir versos lejos de todo, al margen de todo aunque consciente de que siempre hay un hilo conductor (más aún con las nuevas tecnologías) del que puede tirar cuando lo considera necesario. Y por si el lector quiere conectarse periódicamente con sus escritos y con sus zozobras y certidumbres, Alejando tiene un blog que se mueve entre la reflexión el poema en prosa. Para acceder a él no hay más que pulsar aquí.
Alejandro López Andrada, entre Juan Carlos Mestre y el autor de este blog
Sus libros en prosa, su narrativa (desde Un dibujo en el viento o El óxido del cielo hasta la reciente novela Los ojos de Natalie Wood ) y sus poemas conforman un universo compacto. Es un escritor con mundo, algo que no todos pueden afirmar. Y parte de ese mundo son las “voces derrotadas” que, como avisos o quejas (o ambas cosas a la vez) de una realidad humana devastada y humillada en la postguerra en el valle de los Pedroches, en las montañas que rodean Pozoblanco, se convierten en hermosos y contenidos poemas. Eso es lo que tiembla, respira y emociona en su libro Las voces derrotadas. Ahí está la memoria del padre, la sombra del expatriado, la vieja bicicleta que servía para las confidencias padre-hijo, los niños uniformados y colocados por la OJE en una “hilera humilde”, las huellas de una dictadura alejada de cualquier modo de piedad, que hubo de cobrarse en humillaciones sin cuento el desafío al que se “atrevieron”, durante la República, los desheredados del campo y de la ciudad (y cuya alargada sombra podemos ver hoy en el comportamiento de algún que otro ministro, curtido, de seguro, en la cultura familiar de los vencedores). Pero todo ese “relato” se desarrolla y avanza, poema a poema, con el telón de fondo de un paisaje de una belleza no por triste menos conmovedora: los corrales, los huertos, la niebla de los días de marzo (he recordado ahora aquél par de versos maravilloso y hondo de Diego Jesús Jiménez: “Aquellos días de marzo, / llenos de amaneceres y alfileres”), la arboleda por donde cruza un vagabundo, la luz del invierno, los frutales en medio del campo, la nostalgia de un París vivido a través de otros y en un tiempo difícil...Comarca de Los Pedroches (Córdoba). Panorámica
Alejandro López Andrada no escribe desde la distancia o desde la impostura. Escribe desde lo vivido, desde la memoria propia y desde la memoria que le legaron sus antepasados. Un velo de frío y de desolación recorre el libro, pero también un hilo de ternura y de calidez, de compasión y solidaridad: ellos, los vencidos, son los suyos, son parte de su carne y el poeta, que siempre ha de nutrirse de verdad --¡cuánta falta de verdad en buena parte de la poesía que hoy se escribe y cómo se nota!--, les rinde el más hermoso de los homenajes: convertir sentimientos en arte, en palabras que revelan y conmueven, en poesía.En la “honda palpitación del espíritu” y en la “palabra en el tiempo” de que nos hablara Antonio Machado, tan presente por otro lado (en su proteína, que es lo esencial), en la obra de Alejandro.Dejó aquí el poema "Una bicicleta" como hermosa muestra de un libro memorable:
"No he vuelto a oír
la nieve susurrando, hablándole
al silencio con ternura,
hilando en un murmullo la arboleda,
como en aquella noche
tan lejana,
¿te acuerdas, padre?, en que los dos viajamos
por tu memoria
y lento me llevabas
subido en una humilde bicicleta
atravesando el tiempo
que iba abriéndose
como una mano blanca en la espesura."