Para disgusto de quienes exigen dejar atrás el pasado, la literatura y el cine europeos retoman cada tanto el fenómeno de los totalitarismos y de las grandes contiendas que azotaron al viejo continente en la primera mitad del siglo veinte. Quizás porque desde entonces pasaron más de setenta años, hace un tiempo empezaron a aparecer libros y films atentos a las secuelas que la caída del régimen nazi y el desenlace de la Segunda Guerra Mundial también provocaron en los alemanes en general y en aquéllos que apoyaron el Reich de Adolf Hitler en particular.
Aunque dirigida por una realizadora australiana (la desconocida por estos lares Cate Shortland), Lore constituye un ejemplo válido de esta tendencia. Por lo pronto se trata de una coproducción germano-británica (además de australiana) que llevó adelante la adaptación de un cuento inglés o, para ser más precisos, de uno de los tres relatos que la británica Rachel Seiffert escribió para El cuarto azul.
El film que la cartelera porteña estrenó el jueves pasado remite a dos grandes antecedentes, también de factura europea y origen literario: La caída de Oliver Hirschbiegel, inspirado en dos libros sobre los últimos días de Hitler en su bunker, y Anónima. Una mujer en Berlín de Max Färberböck, versión cinematográfica del diario íntimo que la periodista Marta Hillers escribió durante la ocupación soviética de Berlín.
Cada uno a su manera, los tres largometrajes abordan el fenómeno de la derrota, sobre todo la manera en la que los derrotados enfrentan un contexto de posguerra donde el imperativo de venganza se impone por encima de la pretendida voluntad de paz. Tanto la anónima mujer berlinesa como Lore y sus hermanos representan el estado de orfandad, absoluta vulnerabilidad y responsabilidad social atribuídas a la población alemana de ese entonces.
Como Anónima. Una mujer en Berlín, Lore ensaya un pequeño catálogo sociológico que clasifica a teutones. Están los miembros de las huestes hitlerianas (como el padre de la joven protagonista), los convencidos de que el pueblo decepcionó a Hitler (“al Führer le rompimos el corazón” dice, entre lágrimas, una vieja campesina), los empecinados en negar el horror de los campos de concentración (“actores norteamericanos se hacen los muertos”, sostienen en un tren de pasajeros), los que empiezan a descubrirse cómplices involuntarios del genocidio.
Como la película de Färberböck, la de Shortland ensaya una suerte de manifiesto anti-bélico al mostrar que las iniquidades de la guerra trascienden las acciones de los ejércitos y de las burocracias al servicio de las armas. Desde este punto de vista, la criminalidad de las contiendas también corrompe a la devastada población civil, tanto que anula los sentimientos y conductas de empatía y solidaridad ciudadanas.
En este sentido, Lore constituye una interesante invitación a reflexionar sobre -en palabras de León Gieco- ese “monstruo grande” que “pisa fuerte”, sobre todo a discutir la expresión “toda la pobre inocencia de la gente”. Sin dudas, contribuyen a desarticular el binomio inocencia/culpabilidad las excelentes actuaciones de los adolescentes Saskia Rosendahl y Kai-Peter Malina y de los niños Nele Trebs, André Frid y Mika Seidel.
Algunos espectadores encontramos un tanto forzado el protagonismo acordado al joven que irrumpe en la (sobre)vida de los hermanos Dressler y que se presenta como judío sobreviviente de un campo de concentración. Quienes hayan leído el cuento original sabrán si la desacertada ocurrencia de utilizar este personaje para subrayar ciertas reflexiones existenciales -sobre las paradojas del destino, sobre las dificultades de los seres humanos para abandonar nuestros prejuicios- fue una ocurrencia de la escritora Seiffert o un pequeño aporte de la directora Shortland.