La justicia se parece cada vez más a la Iglesia: alejadas de la sociedad, que no las perciben como propias y confía cada vez menos en ellas, de la lógica, la compasión y empatía por el otro y del sentido común que debería guiar cada una de las resoluciones e interpretaciones de textos legales que dejan, por otro lado, un amplio margen al libre albedrío.
No hay sentado en el banquillo ni un solo sacerdote acusado de pederastia ni de robo de niños (el cuento del hombre del saco resultó ser cierto a fin de cuentas), ni tampoco un solo político del PP y empresarios afines por el caso Gürtel, que continúan complicando la espesa maraña de corruptelas con recursos varios para diluir el proceso. El que sí que va a sentarse por prevaricación ante el Supremo va a ser el juez Baltasar Garzón, tanto en las escuchas del caso Gürtel como en la investigación de las fosas del franquismo, que se abren ahora de nuevo, tan negras como cuando se cerraron.
La justicia se politiza y la política se judicializa. Mucha cara y mucha cruz en la misma moneda. Los legisladores ponen puertas al campo mientras pastorean el rebaño, atemorizado por los rumores de que viene el lobo. Mientras, otro poder, el financiero (ya tenemos más caras en la misma figura), desahucia a familias acuciadas por una crisis que ellos mantienen viento en popa hacia el arrecife cortando de cuajo el crédito a pequeñas y medianas empresas y particulares. Garzón dice estar indignado por el atropello. No es para menos. ¿Y el resto? Seguramente también, y herniados de tanto esfuerzo por entender algo, eso sí, en casa (quien la tenga).