El teatro del Siglo de Oro, la bien conocida comedia, de Lope de Vega, de Calderón de la Barca o de tantos otros, se construye sobre una ideología muy conservadora.
Se sitúa junto al poder y sirve, a menudo, como elemento propagandístico de la monarquía o de la Iglesia, según se tercie. Esto es lógico: aunque el pensamiento del autor fuese por otros derroteros, la férrea censura (y la Inquisición) hubiesen impedido que se representase aquella obra crítica con el sistema. Es el Antiguo Régimen. Esto es así incluso con obras como Fuenteovejuna, que algunas interpretaciones completamente erróneas han visto en ella obra un canto a la revuelta popular. Nada más falso: en Fuenteovejuna, quien acaba poniendo orden es el rey, fuente y garante de toda justicia.
Es por ello que barroca fue un elemento más de propaganda de la monarquía, como las otras artes. Piénsese, por ejemplo, en buena parte de la obra de Velázquez, centrada en los retratos reales, o en la magnífica glorificación real que es el Aleluya de Haendel, que canta al Rey de reyes y cuya música lo entroniza, de modo que identifica al monarca con el origen divino de la institución. Como Lully y Luis XIV de Francia.
Precisamente, por la alianza que establece el teatro con este pensamiento conservador -retrógrado diríamos hoy en día- resulta sorprendente que se levantasen voces contra él porque constituía un mal ejemplo para el público, pues podía ver reflejados en las acciones unos comportamientos tan perniciosos como pecaminosos, según veremos.
Estas voces que se alzaban desde el pensamiento más que ultraconservador, ultramontano, pedía con todas sus fuerzas que se cerraran los teatros, pues los consideraba centros/antros de perdición. Siempre en favor de la moralidad del público asistente. En algunos casos, lo consiguieron.
En ciertas épocas en las que los ritos religiosos cobraban protagonismo en la vida pública, como los períodos de cuaresma o de Semana Santa, las representaciones teatrales estaban terminantemente prohibidas, excepción hecha, claro está, de las obras de carácter religioso: aquellas inspiradas en vidas de santos, la de Cristo o bien los autos sacramentales de carácter alegórico. De estos, el más famoso es, sin duda, El gran teatro del mundo, de Calderón. Pero hay muchos más, pues la necesidad que tenían los teatros de mantener sus espectáculos, incluso en las épocas de recogimiento, era enorme. Por otro lado, el Concilio de Trento (1545-1563) ya había abogado para que el arte (y se sumó pronto el teatro) cumpliera una función de catequesis y de divulgación de los principios teológicos de la Iglesia.
Para asegurar que todo esto se cumplía, las compañías, ya fuera en las capitales o en las representaciones de provincias, estaban obligadas a presentar el texto de su función a la censura, ya fuera civil o eclesiástica, o ambas. Los censores leían la obra, a menudo manuscrita, y estampaban al final del legajo original el permiso (el deseado nihil obstat) para su representación pública. En ocasiones podían hacer constar la necesidad de que se suprimieran algunos pasajes, o bien los tachaban del manuscrito (con rúbrica adjunta), y los actores, si no querían tener problemas, debían ceñirse a esas indicaciones.
Como puede verse, por tanto, parece difícil que hubiese alguien que creyese que el teatro, teniendo en cuenta los férreos controles a los que estaba sometido, pudiera corromper las costumbres y la moralidad del público. Pero la mente humana tiene aspectos insospechados, y los ultraconservadores y de pensamiento ultramontano alzaban en cuanto podían y con cualquier excusa sus voces contra el teatro. En algunos casos lograron convencer a las autoridades, al mismo Felipe IV, por ejemplo, para que los clausurara. No hizo falta una pandemia para cerrar los teatros: al morir la reina, Isabel de Francia (o de Paz), en 1644, se decretaron cinco años de luto en la Corte, que en realidad se alargaron hasta 1651. Si bien este fue el cierre más importante, pudieron decretarse otros, ya fuera en Madrid o en cualquier otra ciudad. Sin embargo, no fue lo común. La cuestión es: si tan perniciosas eran las representaciones para la moral pública, ¿por qué no acabaron cerrándose los teatros de forma permanente?
Podemos encontrar al menos dos explicaciones. Una de ellas era la conciencia de que el pueblo tenía necesidad de distraerse. La de la España de los Austria era una sociedad muy tensionada por la abundante miseria y marcadísimas desigualdades sociales, cobro de impuestos que era inversamente proporcional a la categoría social (es decir: la aristocracia estaba exenta) y que se destinaba (aparte de los gastos de la Corte) al mantenimiento de los ejércitos que se desangraban en los frentes abiertos por diferentes lugares de Europa y América.
El pueblo necesitaba (y necesita) desahogarse, y lo hacía a través del entretenimiento, en una nueva edición del romano. Por eso Lope de Vega confesaba que escribía sus obras de teatro pensando exclusivamente, no en la calidad de la obra, sino en si iba a gustar o no al público: "como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto". Si en algún momento empieza la cultura del entretenimiento, ese es, sin duda, el Barroco
Otra de las razones es que se prefería que los teatros permanecieran abiertos por una cuestión económica: muchos (el corral de la Cruz, o el del Príncipe, en Madrid, sin ir más lejos) pertenecían a las hermandades y cofradías religiosas, que sacaban una importantes rentabilidad a los espectáculos. Con este beneficio, aparte de mantener la vida cotidiana de su clero y de sus conventos, se sufragaban los gastos de los hospitales que tenían a su cuidado. De este modo, el espectáculo teatral realizaba no solo una obra de caridad (entendida bajo la mentalidad del Antiguo Régimen), sino que cumplía un fin social con el pago de los impuestos (como podemos comprenderlo en la actualidad).
De este modo, el debate sobre la licitud o no del teatro, su necesidad o no, estaba casi en su totalidad protagonizado por un mismo actor: la Iglesia, que se debatía entre la posibilidad de prescindir de los beneficios que proporcionaba (económicos, pero también sociales) y los sectores menos pragmáticos y más ultramontanos, que creían que se bebía acabar con esos bochornosos espectáculos.
Un documento temprano: Abusos de comedias y tragedias
Este debate existió desde muy pronto, justo cuando el teatro empezó a desarrollarse como espectáculo con escenarios estables, es decir, alrededor de 1580 o poco antes. Se trata de un breve manuscrito escrito por esos años y que ha sido descubierto recientemente, o mejor dicho, redescubierto. Según se tiene noticia, durante la primera mitad del siglo XIX pertenecía a la Biblioteca Nacional, pero desapareció hacia 1860.
Resulta más que curiosa la manera en la que el manuscrito ha salido de nuevo a la luz, a unos cuantos kilómetros de la Biblioteca. Ni más ni menos que en un anticuario de Little Somerford del condado de Wiltshire, en el sur de Inglaterra, cerca de Bristol. Quién lo encontró fue un profesor, Ángel María García Gómez, catedrático emérito de la University College of London (UCL), que ya había centrado alguna de sus investigaciones en el teatro del Siglo de Oro. El hecho de que encontrara el manuscrito en un lejano anticuario de Inglaterra nos muestra cómo estos documentos pueden llegar a tener una vida tan azarosa como viajera.
Es un texto anónimo y breve, de 12 folios, datado por el mismo profesor entre 1580 y 1583 y que prácticamente inaugura el pensamiento contra la licitud del teatro. De ahí su título: Abusos de comedias y tragedias. Lo curioso de es que, si bien el teatro ha evolucionado desde el Siglo de Oro de manera considerable, lo mismo que la sociedad que va a disfrutar de este espectáculo, podemos encontrar muchas de sus argumentaciones y razones en buena parte del pensamiento ultraconservador actual, pero también en otros posicionamientos ideológicos.
En primer lugar, el autor anónimo que, con toda seguridad, era un teólogo, parte de la idea inicial de que el teatro resulta sumamente peligroso para la sociedad, pues atenta contra la religión y la recta vida cristiana. Por ello, añade, no, se debe "permitir representación que enseñe error contrario de nuestra fe".
Para él, ni corto ni perezoso, la mejor solución es prohibir todo tipo de representaciones, excepto, claro está las que traten temática religiosa, porque estas no solo no son un mal ejemplo, sino todo lo contrario: resultan edificantes. Si bien es impensable en la actualidad llevar a cabo estas propuestas, el sesgo edificante del teatro (o del cine) no deja de estar presente en la actualidad. Pero sorprende que las prohibiciones, la censura, se hagan desde planteamientos que tradicionalmente ha defendido el pensamiento progresista.
Obsérvese la noticia que se publicaba el otro día: "Eliminan una secuencia de 'Desayuno con diamantes' por racista". Según parece, los programadores del canal británico Channel 5 consideraron racista, es decir, inmoral, el personaje del vecino japonés de la protagonista, "por correr a cargo de un actor no asiático y por la exageración de los estereotipos de Japón". Lo curioso es que no considerara inmorales los personajes protagonistas: un escritor que sobrevive mantenido por su amante, de la que solo le interesa su dinero, o la muchacha deslumbrada por la vida vacía y lujosa de la ciudad, deseosa por encontrar a un hombre rico que la mantenga y le permita comprar las joyas que tanto desea de Tiffany's.
Esta moral contradictoriamente progresista (ya he hablado de ella en otro artículo en esta misma revista) también prendió el hilo de una polémica bajo el argumento del racismo hace dos o tres temporadas en Barcelona. El Teatre Lliure puso en escena la obra Angels in America de Tony Kushner, dirigida por David Selvas. La polémica se produjo porque uno de los personajes, Belize, es negro, y lo interpretaba un actor blanco. Para el colectivo de actores negros, "blanquear el personaje es escamotear un referente a las nuevas generaciones".
Ya hemos llegado al meollo de la cuestión: el teatro como ejemplo de conductas, de personajes, como referente. No se esgrime aquí ninguna crítica basada en argumentos artísticos, ya que poco ha importado cuando David Selvas (u otros directores: Julio Manrique, Àlex Rigola, Calixto Bieito), como suele tener por costumbre, se muestra poco respetuoso con el texto y lo varía y lo adapta. Por ejemplo, recuerdo un montaje de Hedda Gabler, de Ibsen, que Selvas situó en el presente, aunque su lógica pertenezca al siglo XIX. Pero esto no importa: la fidelidad al texto no es un argumento de peso; el racismo, sí. El personaje de Belize es gay. ¿También debe serlo el actor que lo interprete? ¿Acaso la función de un actor no es hacerse pasar por aquello que no es, experimentar lo que no ha vivido nunca?
No recuerdo ninguna polémica cuando en Mucho ruido y pocas nueces, de Kenneth Branagh, Denzel Washinton interpretó el papel del príncipe don Pedro de Aragón.
Lo que importa es el influjo ideológico. Por ello, el anónimo autor de los Abusos de comedias y tragedias propone una solución: para evitar que el público caiga en la ociosidad vacua del teatro (hablaremos más delante de esto), lo mejor es montar espectáculos que sean constructivos para la moral y la formación del público.
En el momento en el que llegamos a este punto es una de las pocas veces en las que el poder (evidentemente: poder político) se interesa por el arte: en el momento en que le puede servir para influir ideológicamente en el público. A veces da excelentes obras. El siglo XX está atravesado por películas en las que el componente ideológico cimenta la narración. En algunos casos, ha dado obras maestras, de todo signo. En el cine mudo, el supremacismo de El nacimiento de una nación resulta más que bochornoso, aunque la película sea una obra maestra; en El acorazado Potemkin y Octubre, la épica bolchevique levanta al espectador de su butaca para llevarlo a asaltar el palacio de Invierno. Eso, por no hablar de los documentales de Riefenstahl y su supremacismo ario ( El triunfo de la voluntad, etc.). Aquí lo intentó un hombre tan poco leído (y menos escrito) como Franco al escribir el guion de Raza.
Para el político, el arte solo tiene sentido en cuanto le es útil para propagar sus principios ideológicos, y no como objeto estético. Otro ejemplo: las relaciones entre Stalin y Shostakovich, de las que salió un sinnúmero de obras maestras (aunque me quedo con las más íntimas, la 5º y la 10ª).
Por eso, no es de extrañar que este argumento se rencarne en las propuestas del máximo exponente del pensamiento ultramontano que tenemos en la actualidad en España: Vox. Recordemos que una de sus propuestas estrella para cultura de Santiago Abascal fue proponer una película sobre Blas de Lezo, el heroico marino español del siglo XVIII, cojo, manco y tuerto (anticipo de Millán Astray), que se enfrentó y venció a todos los enemigos de España o, al menos, buena parte de ellos.
El segundo argumento en contra del teatro de nuestro anónimo y furibundo censor del siglo XVI es sobre las mujeres en escena, pues al verlas actuar "crecen los estímulos de la carne, entonces se multiplican los malos pensamientos carnales, entonces hace de las suyas el demonio". O, dicho de otro modo: es peligroso que la mujer suba a escena "porque nuestra carne en sí arde con el fuego de la concupiscencia o, al menos, está dispuesta para arder teniendo cerca de donde se encienda el fuego y soplando el viento de la tentación". Se trata de un cúmulo de tópicos basados, evidentemente, en la idea de que el pecado (o el deseo) radica en la mujer en cuanto es contemplada como objeto de deseo, y no en quien la mira.
Es un discurso que no se sostiene en el siglo XXI, en los tiempos del Me Too... O sí. Porque parece que el ultramontanismo es como el diablo, que está profundamente arraigado en nuestra sociedad: los argumentos son estopa y el pensamiento es fuego y permite prender allá donde uno menos se lo espera.
Conocidas son las palabras poco inspiradas de Bernardo Álvarez Alfonso, el obispo de Tenerife (entre la antología del disparate y la del mal gusto) a propósito de los abusos dentro de la Iglesia: "Puede haber menores que sí lo consientan -refiriéndose a los abusos- y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso si te descuidas te provocan". No creo que merezcan mucho más comentario, aunque hemos de recordar que todavía son recientes las sentencias judiciales en las que se justificaban violaciones o acoso continuado por la provocativa forma de vestir de alguna víctima.
Por desgracia, este pensamiento es recurrente entre los jóvenes de hoy en día. Según una encuesta que realizó el Ministerio de Asuntos Sociales sobre Percepción social de Violencia sexual "el 20,8% de los hombres y el 17,3% de las mujeres cree que si una mujer se viste "de forma provocativa" no debería sorprenderse si un hombre intenta obligarle a mantener relaciones sexuales".
El "problema" de la presencia de la mujer en escena no fue exclusivo de España y los deseos que despertaban entre el público. Sabido es que en la Inglaterra shakespeariana solo subían a las tablas los hombres, que representaban todos los papeles. Debe ser alabada la inteligencia de los guardianes de la moralidad de Inglaterra: queriendo atajar el deseo libidinoso en los teatros, dieron rienda suelta al deseo homosexual, por otra parte, perseguido con penas muy severas. Seguro que nuestro anónimo censor prevé esta posibilidad, pues advierte de que, si bien debe estar prohibida la presencia de mujeres en el escenario, no deben aparecer personajes femeninos en la obra. La idea es clara, pero resulta un tanto difícil imaginar argumentos que cumplen estas condiciones. Incluso en El nombre de la rosa acaba apareciendo una mujer.
Quizá viendo que el problema era extremadamente complejo, el puritano Oliver Cromwell prohibió el teatro en Inglaterra durante casi veinte años, desde 1642 hasta 1660. Esta es, también, una de las propuestas de nuestro anónimo censor: prohibir toda representación teatral. Sin embargo, él mismo sabe que esto no será posible (¿intuición realista?) y propone una solución: proporcionar en la sala espacios separados entre hombres y mujeres para que no puedan "comunicar con palabras ni billetes ni de otra manera" y, sobre todo, que salgan "por diferentes puertas para que ni a la entrada ni a la salida comunicasen". Debe tratarse de un nuevo tipo de función: la función diferenciada, en la que los sexos no se mezclan para evitar el pecado. Su reivindicación fue escuchada, pues se instauró la vigilancia por parte de los alguaciles de comedias, que impedían todo contacto entre hombres y mujeres. El testigo parecen haberlo recogido ciertos colegios del Opus Dei, que mantienen esta sana tradición de separar a los niños y adolescentes de sus escuelas por sexo, para así evitar escenas que son habituales en los patios de institutos.
En conclusión, las obras deben ser edificantes, "con sana y provechosa doctrina y buenos ejemplos, no representando mujeres ni concurriendo en el auditorio o, al menos, estando apartadas del todo de los varones". En este caso, concluye, incluso podrán asistir los clérigos a la función. Quizá es lo que le preocupaba: perderse ellos, el clero, el espectáculo.
El tercer argumento resulta muy sorprendente. Se queja de que las funciones se desarrollen por la noche. Ignoro el porqué de esta queja, pues habitualmente los espectáculos se desarrollaban de día: empezaban entre las dos y las cuatro de la tarde, según la época del año, y acababan al anochecer. Esta fue la razón por la que los corrales no contaron con sistemas de iluminación: se representaba con luz natural. Sin embargo, el anónimo autor advierte que no se pueden hacer representaciones nocturnas por una sola razón: porque tampoco hay actos religiosos durante la noche. No deja de tener su gracia la equiparación de dos actos tan heterogéneos.
Finalmente, se insiste en que no se permitan las representaciones más que en fechas contadas y en raras ocasiones, no solo por la posibilidad de pervertir al público, sino para que "el pueblo no se haga a la ociosidad". Este argumento, el del teatro como ociosidad ha aflorado recientemente. Nuestro furibundo censor centra su foco de atención en el público, pero Vox ha utilizado el argumento centrándose en la ociosidad de los actores.
La moralidad de estos siempre ha estado en entredicho, aunque, normalmente, referido a su conducta sexual. Así, en más de una ocasión resultó escandalosa la actuación de una actriz de conocida y sobrada vida licenciosa que encarnaba a la Virgen María u otra santa virgen o, simplemente, motivo de burla por parte del público, al corriente de su variada vida íntima, que no daban crédito a la supuesta pureza del personaje. Por ello, se obligaba a las primeras actrices a estar casadas. Normalmente lo hacían con otros actores. Claro que, en algunos casos, esto fue lo que generó algún conflicto. Por ejemplo, en cierta representación sobre el nacimiento, el actor que encarnaba a José se salió de su papel y empezó a insultar a su mujer, que a la sazón hacía de María, porque lanzaba miradas insinuadoras a cierto varón del público.
Sin embargo, la idea de la ociosidad de los actores era también constante y es la que subyace en el siguiente tuit de Vox durante la campaña de las pasadas elecciones en Castilla y León:
En el tuit se está primando el valor del trabajo que realizan los ganaderos (sacrificado, constante, nada agradecido y menos reconocido) frente a la más que prescindible labor de los actores y mundo del cine (solo provocan "un vano placer y risa de necios"), que resulta completamente prescindible.
Finalmente, el texto exige que el teatro no se realice en lugares sagrados, cosa que comprendo, temiendo quizá que la escandalosa vida de los actores profanase incluso el teatro religioso.
La sociedad ha cambiado mucho desde el Siglo de Oro. El teatro ya no se representa en corrales, excepción hecha de casos muy concretos, casi arqueológicos, y han pasado a representarse en salas estables; los actores ya no están marginados socialmente y, si bien pueden tener la vida privada que deseen (o les dejen), a menudo se pública en revistas del corazón y se las reviste de glamur en algunos casos, y no de censura moral. Pero a pesar de ello, algunas ideas, algunos comportamientos que encontramos en los sectores más reaccionarios y ultramontanos de la España de los Austria, parecen tener un fuerte arraigo social en la actualidad, difícil de erradicar.
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