Alicia se metió en la ducha a regañadientes. Desde que en su mente era una persona rota estaba ausente, y cuando aparecía era para quejarse de algo o para autocompadecerse. Tomó el champú de los niños y apretó el bote, el chorro cayó sobre la palma de la mano. Volvió en sí al rato, su mano lloraba unas pocas gotas rezagadas y la palma tenía una fina capa transparente, amarilla y brillante. Se restregó con suavidad la cabeza, haciendo pequeños círculos. Limpió el pelo de su melena (ahora tan solo melena) e hizo un esfuerzo por recordar su pelo largo hasta media espalda, ¡cómo le gustaba presumir de pelo largo!, y cuánto tiempo le dedicaba para que luciera tan precioso. Abrió el agua y se aclaró.
Lo que más odiaba con diferencia era el gel, lo odiaba desde dentro. Sabía que antes no era así, pero su mente lo había asumido tan profundamente que era real. Se desafiaron unos minutos, frente a frente. Alicia decidió echar un poco en una esponja y la pasó por el cuello, los brazos, las axilas. Dobló la espalda agachándose un poco, y subió con desesperación desde los pies hasta el vientre. Echó un poco más en las manos y limpió con cuidado el pecho derecho.
Cuando sus pensamientos regresaron a la ducha, tuvo que mojarse de nuevo las manos con agua templada y volver a echarse gel. Pasó las yemas por encima de las cicatrices, siguió las marcas como seguiría un camino por un mapa, pero sin destino. Fue incrementando la presión con los ojos cerrados, e imaginaba cómo se sentía su pecho hace tan solo seis meses, su piel suave, las marcas rojas que le quedaban si alguna uña raspaba sin querer, la sensación de peso. El dolor que sentía en su mente la empujaba a gritar pero tan solo acertaba a morderse los labios, y las lágrimas abrían otro tipo de caminos, de los que no se quieren recorrer pero que con el tiempo uno reconoce como el único modo de llegar a algún sitio que merezca la pena.
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