Nada tan alejado de lo que
pudiera seducirme. Católico y monárquico a ultranza, contrarrevolucionario y
aristócrata. Este es
Chateaubriand,
el autor de Memorias de ultratumba (1848) o Mémoires d'outre-tombe. Que bien suena el francés. Y cómo me
acompaña Chateaubriand en estos días difíciles. Lo cierto es que el libro, en
su versión comprimida que sólo ocupa 500 páginas en letra tamaño “ponte unas
gafas”, ha sido todo un descubrimiento. Otra día hablaré de las Memorias de
ultratumba, cumbre del género memoralístico, en el que el noble francés da
cuenta de su vida, su época y pensamientos a caballo entre el siglo XVIII y el
XIX. Quería señalar únicamente que el libro me ofrece diversión,
entretenimiento, conocimiento y hasta valor. Paso un momento vital con ráfagas
de duro hastío y en algunos momentos de puro asco y desánimo. No en vano soy
hijo de este tiempo. Y en este diciembre sombrío el amigo Chateaubriand arroja
luz, hasta el valor que me falta. Nace noble, pero la revolución francesa lo
empuja a la emigración y a la miseria. Miseria en mayúsculas. Leo sus
sufrimientos en Londres y los míos me parecen banales. Me ofrece la perspectiva
de un futuro y el contexto de que la vida da muchas vueltas. Él que vivió
arriba, abajo y arriba y abajo sucesivamente. Ni todos los tiempos difíciles
tiene que durar eternamente ni un corazón roto tiene las puertas del amor
cerradas para siempre. Y además, Chateaubriand me convierte en un lector feliz.
El autor se pregunta, en un momento del libro, lo siguiente:
¿Será o no cierto que tengo un
verdadero talento, y que este talento ha merecido el sacrificio de mi vida?
¿Sobreviviré a mis cenizas? (…) ¿No pasaré por un hombre de otras edades,
incomprensible para las generaciones presentes? ¿No serán mis ideas, mis
sentimientos y hasta mi estilo cosas enojosas y envejecidas para la desdeñosa
posteridad?
165 años después de la publicación
de Memorias de ultratumba, querido Chateaubriand, la respuesta es obvia.
Los caminos de Chateaubriand