Normalmente la cosa va de actores con una carrera artística prácticamente cerrada pero con numerosos fans todavía dispuestos a ver sus películas. Se suelen reunir en torno a guiones cómodos, que no les exijan grandes dosis de técnica interpretativa, rodados cerca de casa (que les dé tiempo a regresar para tomar la medicina) y por descontado no falta la consabida actriz jovencita y de buen ver para demostrar que la masculinidad de los protagonistas sigue en forma. Lo hicieron Clint Eastwood, Tommy Lee Jones, Donald Shuterland y James Garner en Space cowboys (2000) y también los testosterónicos del mamporro de los ochenta y noventa --Lundgren, Rourke, Schwarzeneger, Stallone y Willis, a los que se unieron en la segunda entrega Norris y van Damme entre otros-- en lo que amenaza con convertirse en otra saga de la nostalgia: Los mercenarios (2010, 2012 y 2014).
Lo curioso es que estos títulos mediocres reúnen un elenco de actores de primer orden que los haría atractivos si se hubiera conseguido reunirlos en pleno apogeo de su fama y de su profesión. Pero eso es lo malo: que aceptan trabajar juntos cuando son una sombra de lo que fueron. En el caso de Monuments men (2014) no se trata ni mucho menos de actores en declive (excepto, por edad, Bill Murray o John Goodman), sino de primeras figuras que tienen todavía un largo recorrido filmográfico. A pesar de ser un grupo de amigos que ha decidido rodar una película juntos y pasarlo bien unas semanas, el resultado no supera el nivel de mediocridad de cualquier película de viejas glorias: previsibilidad, comodidad argumental, recurso a determinados principios de progreso del pasado o a aspectos tan conocidos que hace tiempo se dan por sabidos.
Poco o nada hay en Monuments men que no hayamos visto ya, excepto la anécdota menor que centra el argumento: los intentos de un comando de expertos por salvar lo más valioso del arte europeo mientras los nazis se baten en retirada llevándose lo que pueden y destruyendo todo lo que no se pueden llevar. Adaptación del libro de Robert M. Edsel supone la tercera incursión de Clooney como guionista, a quien sin duda atrajo la idea de hacer una película en la (cinematográficamente) maniquea Segunda Guerra Mundial y documentar de forma pedagógica algunos episodios poco conocidos de las últimas semanas del conflicto.
Personajes planos, conflictos dramáticos que se ven venir a quilómetros, suspense que apenas a hace sombra al buerrollismo que preside la historia... y una milimetrada reflexión sobre la utilidad y la legitimidad de una misión que trata de salvar cuadros y esculturas en un momento de debacle y de sufrimiento humano; rescatar objetos de arte antes que a las personas. Hubiera bastado una escena en la que los protagonistas tuvieran que elegir, o se vieran envueltos a su pesar en el combate, una manera de dejar claras las prioridades y/o salir reforzados en las bondades de la tarea que se les ha encomendado. Algo así aportaría algo de profundidad y, también, un poco de debate posterior al espectador.
Pero Monuments men no pasa de ser una narración más instructiva que ficcional, hecha con el propósito cívico de reivindicar a instituciones y personas que no suelen alcanzar las portadas porque se trata de cosas relacionadas con la cultura. El hecho de que un puñado de primeros actores haya dedicado tiempo y esfuerzo a interpretarla sin duda contribuirá a ampliar su repercusión. Así funcionan las industrias culturales. Así funcionan las audiencias.